Sucedió en Berditchev. El primer día de Rosh Hashaná, durante la repetición de la plegaria de Shajarit. En la sinagoga del gran tzadik, Rabí Levi Itzjak.
El rebe mismo conducía el servicio. Su voz dulce y al mismo tiempo poderosa se dejaba oír en cada rincón de la sinagoga, revolvía las emociones y agitaba las cuerdas del alma de todos los presentes y. en muchos rostros, se dejaban ver lágrimas cayendo por las mejillas. Todos se sentían inspirados por orar, desde lo más recóndito de sus corazones, con una intensidad muchísimo más concentrada que de costumbre.
Inmediatamente, antes de recitar la Kedushá, cuando el rebe empezó a entonar la plegaria que se inicia con las palabras “Le E-l orej din”, “A Dios, quien conduce el juicio”, tembló la voz del tzadik. Una corriente vibró a través de la sala. Cada corazón latía, al tiempo que la santidad y la gravedad de la ocasión parecían estar alcanzando la cima. Cada persona sentía como si en ese momento estuviese parada ante el Trono de Gloria. También, como si el Juez del Mundo estuviera midiendo y sopesando sus actos del año pasado mientras su penetrante mirada entraba en cada corazón y cada pensamiento secreto. ¡Estaba por proclamarse el juicio de Rosh Hashaná!
Al llegar a las palabras de una de las coplas finales, ´le koné avadav badin´,“Quien adquiere sus siervos a través del juicio”, se quebró la voz de Rabí Levi Itzjak y se quedó parado inmóvil. Su rostro se puso blanco como un papel y sus ojos parecían salirse de las órbitas. Cuando su talit empezó a deslizarse de la cabeza, pareció como si su alma se hubiera remontado a esferas superiores.
Todos los ojos se quedaron clavados en el rebe. Todos temblaron de miedo. ¿Qué será? ¿Qué será?
Sin embargo, los jasidim veteranos se dieron cuenta de que estaba ocurriendo algo muy especial, aunque ellos no pudieran percibirlo. Entonces, se concentraron en pensamientos de teshuvá, de arrepentimiento por el pasado y buenas resoluciones para el futuro.
Transcurrieron unos segundos hasta que el tzadik recuperó el color al rostro, como si hubiera sido devuelto a la vida. El rostro le resplandecía y con gran alegría proclamó confiado: “Le koné avadav badin”, “Quien adquiere sus siervos a través del juicio”.
Tiempo después, tras las plegarias, durante la comida festiva, uno de los jasidim más ancianos juntó coraje y le preguntó al rebe sin rodeos: “¿Qué fue lo que ocurrió en Shajarit? ¿Acaso vio algo en los mundos superiores?”. Ninguno de los presentes olvidaría alguna vez la extraordinaria respuesta del rebe. “Vi al Acusador llevando una enorme bolsa en la espalda. Enseguida me preocupé. Me di cuenta de que el bolso estaba repleto de los pecados que los judíos habían acumulado durante el transcurso del año”.
Entonces me acerqué y me fijé para ver qué tenía. Permítanme decirles que había allí una gran variedad: calumnias, chismes, mezquindad, odio infundado, tiempo desperdiciado que podría haberse aprovechado para estudiar Torá, etc., hasta hastiarse. Pecados grandes, pecados pequeños… el bolso estaba repleto y el Acusador iba galopando jubilosamente rumbo al Trono.
“¡Oh!”, pensé. “¿Qué puedo yo hacer?”. No se me ocurría ningún plan. Sentí que mi espíritu se hundía.
De pronto, el Acusador se detuvo. Sus agudos ojos habían detectado a un judío cometiendo un pecado en el mismísimo día de Rosh Hashaná. Entonces, el Acusador dejó caer el bolso y dio un salto para levantar este jugoso pecadito que completaría su colección.
Cuando desapareció de la vista, decidí volver a mirar dentro de su bolso para ver más de cerca lo que contenía. Me puse a examinar las diferentes transgresiones. Enseguida me di cuenta de que los judíos que habían hecho todo esto no eran tan culpables en realidad. La amarga dureza del exilio, su sombría pobreza, la opresiva influencia negativa de las culturas dominantes en los países donde vivían y otras circunstancias atenuantes se combinaban para despojar a los judíos de su fineza y para debilitar gravemente su identidad y su compromiso con el judaísmo, hasta que finalmente se quedaron envueltos en la suciedad, incapaces de resistir la tentación. ¡Pobres judíos! ¿Qué se podía esperar de ellos? Y además, ¿cuánto pesaban estos pecados insignificantes en comparación con los crueles asesinatos, la inmoralidad y el robo en que se habían hundido las naciones donde ellos vivían?
Al tomar cada pecado en particular y considerarlo a la luz de estas reflexiones, lo fui derritiendo en la mano y desapareció, ¡como si nunca hubiera existido! El montón se fue encogiendo y reduciendo y al rato no había quedado más nada.
Justo en ese momento, volvió el Acusador. Cuando su mirada se fijó en el bolso vacío, dio un chillido feroz: “¡Ladrones! ¡Ganavim! ¡Se robaron todos mis pecados judíos que me esforcé tanto en recolectar!”.
Entonces, me vio. De inmediato, se dio cuenta de que obviamente había sido yo el que había hecho algo así. Inmediatamente, vino volando ¡y me agarró de la barba!
Ahora bien, no se olviden de que en lo que al estudio de la Torá se refiere, el Acusador no se queda atrás. Me exigió que le pagara lo que le había robado, no solo eso, sino el doble. Cuando le respondí que no tenía nada con qué pagarle, él citó el versículo que dice: “Si el ladrón no puede devolver lo robado, entonces se lo vende como esclavo”.
Entonces, el Acusador me agarró firmemente y me llevó arrastrando para venderme. Sin embargo, el primer ángel que encontramos se negó terminantemente a comprarme. ¿Un esclavo judío? ¡De ningún modo! Es demasiada responsabilidad. Iba a tener que alimentarme y proveer mis otras necesidades y, al mismo tiempo. iba a tener que preocuparse de que no lo atraparan con falsas acusaciones y demás problemas:“El que adquiere un esclavo judío adquiere un amo para sí mismo” citó él. “Incluso si fuera gratis, no lo tomaría”, concluyó.
Entonces el Acusador me ofreció al ángel siguiente que encontramos, a un tercero, y a un cuarto. Nadie quiso comprarme. A nadie le interesaba en absoluto.
Al darse cuenta de que no tenía forma de hacerlo, ¡el Acusador nuevamente me agarró y me llevó directamente al Trono de Gloria, y expuso su caso ante el Mismísimo Todopoderoso! Cuando culminó, se oyó una voz: “Yo te hice y Yo cargaré; Yo sustentaré y Yo salvaré. Yo te lo voy a comprar, oh Acusador”.
El Acusador se paró boquiabierto. Todas sus quejas se silenciaron.
En ese momento recobré la vida, tal como ustedes mismos vieron. Y ahora, ya saben la explicación de “Quien adquiere Sus siervos a través del juicio: todos somos siervos del Todopoderoso y únicamente sirviéndolo podemos escapar de las garras del Acusador. ¡Hagámoslo pues!”, concluyó el tzadik con tono dramático. “Y en el mérito de hacerlo, ciertamente seremos inscritos y sellados para bien”, exclamó para finalizar.
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