Rodeada de mis hijos, mientras celebramos el Seder de Pesaj, saboreo el dulce y delicioso jaroset.

En esta noche de interrogantes, me detengo a pensar en su dulzura. El jaroset, con su textura pastosa, nos recuerda la arcilla y los ladrillos que los esclavos judíos eran obligados a fabricar en Egipto. ¿Por qué, entonces, es tan dulce este símbolo del trabajo forzado?

La receta del jaroset se prepara con frutas. El que conocí en mi infancia llevaba manzanas y vino dulce. ¿Por qué no es amargo? De hecho, sumergimos en él las hierbas amargas para endulzar su sabor.

Hay muchas respuestas, pero me gustaría ofrecer una: está escrito que "por el mérito de las mujeres justas, el pueblo judío fue redimido de Egipto". ¿Cuál fue su mérito? Que, a pesar de la incertidumbre, continuaron trayendo hijos al mundo.

Sus esposos, agotados por la servidumbre, perdieron la esperanza de redención. Se separaron de sus mujeres porque no veían sentido en traer hijos a un mundo de esclavitud, pobreza o incluso muerte. Pero ellas, que compartían esa misma esclavitud, no se rindieron: animaron a sus esposos.

El Talmud describe cómo, cuando estas mujeres quedaban embarazadas, regresaban a sus hogares y, al momento del parto, iban al campo y daban a luz bajo el manzano, como está escrito: “Bajo el manzano te desperté; allí estaba tu madre en dolores de parto por ti; allí estaba ella en dolores de parto y te dio a luz”.

Esas mismas manzanas están en nuestro jaroset. ¿Por qué bajo el manzano? Porque ese árbol da primero su fruto y luego las hojas que lo protegen. Así, las mujeres declararon que harían lo mismo: primero traerían al mundo a su "fruto", y luego Di-s proveería la protección y redención.

Pienso en los ladrillos: los de Egipto, símbolo de amargura, usados para construir las ciudades de Ramsés. Pero también en los “ladrillos” que esas mujeres usaron para construir nuestra nación: el trabajo arduo que invirtieron en levantar un hogar, una familia, una comunidad, una identidad. A pesar de la opresión, la discriminación y la persecución, su legado perdura.

Cada judío es un ladrillo en ese proceso. Cada niño que viene al mundo es un milagro, un universo entero. A cualquier edad, en cualquier etapa, nunca sabemos qué sucederá ni cómo.

Acompañé a la hija de una amiga como doula durante su parto, y fue una experiencia surrealista. Sí, hoy en día las noticias están llenas de enfermedades y pérdidas, pero las mujeres siguen dando a luz, y el sol sigue saliendo y poniéndose.

Una joven que da a luz a su primer hijo irradia belleza y emoción. Claro que estaba llena de las preocupaciones y los miedos propios del momento, pero también rebosaba esperanza y energía, incluso en medio de la incertidumbre.

Qué contraste tan fuerte fue, más tarde esa misma semana, acompañar a una mujer de unos 45 años en el nacimiento de, probablemente, su último hijo. No sentí la misma energía; sentí su agotamiento y sus muchas preocupaciones.

¿Cómo integrarían a este nuevo miembro en la familia? ¿Tendrían la energía y los recursos para criarlo? ¿Cómo sobrellevar las noches en vela a esta edad? ¿Qué pensaría la gente?

Aunque el parto fue técnicamente más sencillo que el de la joven, emocionalmente salí agotada.

Tengo varias clientas que tienen hijos en sus 40. Algunas dan a luz a su primer hijo; otras, al quinto, octavo o décimo. Pero sin importar la edad, todas comparten las mismas preguntas: ¿Quiero tener más hijos? ¿Tengo energía? ¿Tengo los recursos?

Tener hijos es un trabajo inmenso, emocional, físico y mental. Me siento a la mesa, rodeada de mis hijos, y me doy cuenta de que yo también tengo esas preocupaciones.

¿Cómo vamos a cuidar de ellos? ¿En quiénes se convertirán cuando crezcan? ¿Serán personas buenas que abrazarán la vida y enfrentarán sus desafíos? ¿Los estamos criando correctamente? ¿Les damos las herramientas que necesitan para tener éxito? ¿Seguirán el ejemplo de nuestros antepasados?

Me doy cuenta de que no tengo idea de lo que nos depara el futuro, ni controlo el destino de cada hijo. Pero sé que debo esforzarme al máximo y dejar los resultados en manos de Di-s, quien nos da la fuerza, nos ama y nos cuida.

Al comer el dulce jaroset, rezo para poder conectar con la esperanza y la fe de mis antepasados en Egipto: aquellas valientes mujeres que encontraron la fuerza para vivir, seguir adelante y construir la nación judía, a pesar de las dificultades y de sus miedos.

Y rezo para que haya una verdadera dulzura en todo el arduo trabajo y la labor que implica construir nuestros hogares y nuestro futuro.