Después de más de treinta años en la medicina, por fin he aprendido lo que significa realmente ser un médico.

León Friedman (nombre cambiado) se convirtió hace varios años en mi paciente. Era un superviviente del Holocausto, que luchó con sus recuerdos. Sí, sufrió depresión, y lo que algunos llamarían "culpa del sobreviviente". Había perdido a toda su familia y sufrió una odisea increíble de escondites, trabajo brutal en prisiones y, por último, los campos de concentración. A medida que envejecía, varias enfermedades le atormentaban. Lo vi con frecuencia por un problema u otro, a veces pensé que sólo quería hablar.

Su visita a menudo desafiaba mis habilidades para diagnosticar. Algunas de sus quejas eran claramente psicosomáticas, y en ocasiones, es difícil separar lo patológico de lo emocional. Fue cordial conmigo y mi equipo y parecía estar tranquilo con mi consuelo. Yo lo respetaba, también. No sólo sobrevivió horrores indescriptibles, fue capaz de construir una vida en Estados Unidos, estableció un negocio de metales, mantuvo un matrimonio feliz que produjo tres hijos amorosos e inteligentes.

Disfrutaba hablando con León sobre sus intereses en la política y la religión. Podía encontrar una referencia religiosa para casi cualquier situación. Cuando mis padres murieron, yo solía asistir a los servicios por la noche en la sinagoga, donde era un miembro. Él me saludaba y me llamaba su rofe, el término hebreo para el médico. Explicó que los judíos en todo el mundo rezan cada día por una refua shlema una curación completa de los enfermos.

Y entonces, cuando León tuvo una tos persistente, ordené una radiografía de tórax. Aunque no había evidencia de neumonía, la placa mostró nuevas sombras. Un seguimiento por TAC confirmó mi sospecha de posible linfoma. Debido a su avanzada edad, y porque la condición no causaba síntomas, León y yo estuvimos de acuerdo en ponerlo en observación. Un oncólogo coincidió.

Pero después de un año, León se quejó de una creciente fatiga y un malestar general. Pudimos obtener una biopsia de un ganglio linfático que, como yo esperaba, confirmó el diagnóstico de linfoma. Hablamos acerca de las opciones. Al principio, él estaba muy abatido y no quería hacer nada. Pero después de consultar con el oncólogo y su familia, estuvo de acuerdo en tratar con quimioterapia.

El tratamiento fue difícil. Se puso más débil. ¿Era el linfoma? Pensé, ¿o era la depresión? Muy pronto tuve la respuesta. León desarrolló una fiebre repentina y aguda y fue internado en el hospital porque se temía una infección.

Para mi consternación, mi hospital principal no tenía camas disponibles, un hecho demasiado frecuente, por lo que León fue transportado a través de la ciudad a otro centro. Yo sabía que iba a recibir una atención excelente, conocía el hospital y a los otros médicos que se ocupaban de su caso. Pero yo todavía estaba fuera del círculo de tratamiento.

Entonces, recibí una llamada angustiada del hijo de León. Parecía estar enojado conmigo por no haber garantizado la continuidad de la atención. Traté de explicarle que yo no era un miembro del personal del otro hospital, que había recibido algunos informes, pero que no podía estar involucrado en el cuidado diario de su padre. Por otra parte, le expliqué, me sentía confiado en sus médicos y que me podían llamar en cualquier momento.

Realmente no parecía satisfecho. Luego dijo: "Por lo menos podría haber llamado". Mi mente estaba entumecida. No puedo visitar a todos los enfermos que terminan en otro hospital. ¿Qué estaba diciendo? ¿Yo puedo llamar a todos mis pacientes en el hospital? León era un paciente leal, un hombre agradable, pero no era mi buen amigo. Él no era un familiar.

Estaba confundido, molesto, pero me mordí la lengua. Pensé para mis adentros que el hijo estaba emocionalmente angustiado porque su padre se hallaba enfermo, y probablemente moriría. La experiencia siguió fastidiándome en lo más recóndito de mi mente. Tuve sentimientos encontrados: rabia, ansiedad e incluso culpa.

Esa noche me decidí a llamar al oncólogo. Me enteré que el estado de León se estaba deteriorando y la esperanza se desvanecía. Llamé a la esposa de León y hable con ella de la situación por teléfono. Parecía satisfecha con mis explicaciones. Me dio las gracias por la llamada.

La semana siguiente fue agotadora, ocupado en la oficina y con pacientes de una residencia de ancianos, urgencias hospitalarias y las molestias habituales que los médicos enfrentan cada día, tales como papeles, irritantes llamadas de las compañías de seguros y similares. De alguna manera, encontré el tiempo de cruzar la ciudad para visitar a León en su habitación. La visita fue breve, pero él parecía muy contento. Salí contento pues había ayudado a levantar su ánimo deprimido.

Unos días más tarde, el oncólogo me llamó para decirme que una biopsia de médula ósea mostró que la quimioterapia había fracasado completamente. La fiebre fue causada por la enfermedad. Llamé a su mujer, pero atendió una de sus hijas. Yo le respondí a sus preguntas con sinceridad y claridad. Sentí que estaba involucrado en la atención de León en este momento al máximo de mi capacidad, a pesar de que fui relegado a un segundo plano por estar en otro hospital.

Esa noche, en el Shabat judío, León murió.

Fui a su funeral. Era un día frío de invierno, con nieve, y la asistencia era escasa. Con excepción de los hijos y nietos, no había parientes vivos. La mayoría de los amigos eran los miembros de su sinagoga. Escuché al hijo de León pronunciar un elogio fúnebre conmovedor, y conocí más anécdotas de su vida. Entonces el rabino habló. Comparó a León con la zarza ardiente en Éxodo, el arbusto que fue consumido, sin embargo, no murió. Dijo que la zarza no era sólo una señal de Di-s, una revelación a Moisés, sino también un símbolo de la durabilidad y resistencia del pueblo judío. Y León fue el ejemplo perfecto de un hombre que había sido golpeado por las adversidades, pero de alguna manera fue capaz de sobrevivir, y construir una vida nueva y fructífera.

Entonces el rabino dijo algo que me cayó como un dardo. Dijo que León tenía la extraña y admirable habilidad de ver lo bueno en otros. Ese comentario se quedó conmigo: la capacidad de ver lo bueno en otros. Luché con la observación del Rabino. Durante semanas este pensamiento y la experiencia telefónica con el hijo de León royeron mi conciencia.

Poco a poco, mis pensamientos se hicieron más lúcidos. Empecé a entender que tal vez el hijo de León sabía que su padre tenía un gran respeto por mí y que dependía de mí, y puede que me hubiera reverenciado como su médico. Para León, no era sólo su médico en el sentido de una persona a la que fuera a ver cuando no se sentía bien. Yo era su amigo, consejero y confidente. Era un "sanador", un "rofe"." Este hombre, que era tan bueno al ver la bondad en los demás, se sintió tan reconfortado por mis intervenciones y por mi presencia. Qué irónico que vio la bondad en mí que yo era incapaz de ver por mí mismo.

Los médicos están "atrapados" en las trivialidades de la práctica médica, la preocupación por las demandas legales, preocupación por el antagonismo de los pacientes y las familias. Nos olvidamos tan a menudo que nuestros pacientes nos respetan, se aferran a cada palabra que decimos, y dependen de nuestro asesoramiento y experiencia. Y muchos pacientes incluso nos veneran.

Ahora estoy decidido a abordar cada paciente de una forma diferente. Dado que mis pacientes me miran como alguien que sana, enseña, aconseja y consuela, debo a mis pacientes el responderles como alguien que aprecia la bondad que ven en mí.

Gracias, León por enseñarme esta lección.

Su rofe le desea la paz eterna.