Entre la niñez y la madurez, existe un espacio donde todo es posible. Está libre de los dictados de padres, maestros, y otras autoridades existentes en la niñez. Precede a la carga onerosa de convenciones sociales, los dictados matrimoniales, la vida de responsabilidad material. Las personas que ocupan este espacio son libres. Y sin embargo, esta tierra de libertad en que mis pares y yo nos deslizamos, parece apretada como ninguna otra, por la incapacidad para escapar de una obstinada realidad.

Permítanme explicar: Estoy autorizada para tomar decisiones con derivaciones que pueden atraparme por el resto de mi vida. Puedo conducir un vehículo que pesa dos toneladas y que se mueve a 150 km por hora. Elijo a los representantes y líderes de mi preferencia, que políticamente influyen y afectan las vidas de millones. Sólo tengo veinte años, todavía me animan, no, exhortan, a apretar los pedales y gatillos que se vuelven artefactos y balas en los corazones de individuos y estados.

Y sin embargo, me niegan todo lo que el hombre ha inventado para aliviar su alma abatida. Los ´adultos reales´ pueden desordenar sus vidas mucho más de lo que yo puedo, ellos pueden disolver sus culpas en nubes de humo de cigarrillo, ahogar sus dolores en alcohol, perder sus fracasos frente a las máquinas tragamonedas. Ningún anestésico de esos se me ofrece (legalmente, por supuesto), y siempre debo vivir la vida consciente de una realidad inexorable.

Parece injusto de algún modo. Los niños no tienen las responsabilidades, ellos no ven un mundo áspero para confrontar, por eso es que no necesitan escapar. Los "adultos reales" tienen el mundo en sus hombros- y todos esos placebos para escapar de ese mundo. Y allí estoy yo, con la comprensión de lo que es y ninguna manera de salir de él.

El concepto cristiano de confesión para el pecador, siempre me pareció otra manera de entorpecer sus sentidos con respecto a las consecuencias de su hecho. En lugar de vivir para siempre con la noción y la culpa de lo que ha hecho, la persona profiere una única confesión y se le perdona, y nunca más tiene que pensar en ello. Pero entonces comprendí que el Judaísmo tiene también el precepto de la confesión. En las Plegarias diarias, y en el Shemá que se recita antes de dormir, recitamos el Vidui- las confesiones. ¿Eso significa que nosotros también, practicamos el escapismo?

La respuesta está en la única diferencia crucial entre la confesión cristiana y el Vidui que recitamos: la absolución. Confieso mis pecados, pero nadie está allí para limpiar la culpa de mi corazón, y entonar: "Usted ha sido perdonado". Sí, he reconocido mis pecados, pero el reconocimiento no los anula, y por el resto de mi vida haré el mismo reconocimiento tres veces por día. Porque en lugar de la absolución, la confesión judía trae el discernimiento, forzándonos al cotidiano reconocimiento de los desafíos y realidades de nuestro mundo, y así obtener el ímpetu para trabajar por un mañana mejor.

Recitar el Vidui, no sólo antes de la muerte, sino todos los días de nuestras vidas. Para tomar la acción, sin los medios para borrarla de nuestros corazones, y llevarla para siempre con nosotros. Para entrar en la batalla con los ojos bien abiertos. Quizás teniendo el valor para enfrentar nuestras vidas y las vidas que ellas afectan, viendo cómo es la vida y cómo debe ser, podemos conservar nuestra moralidad para la próxima generación, es decir- nosotros, en un mes, cinco años, o tal vez diez.