Cuando estaba en secundaria, terminando cuarto año de liceo, fui elegida (no recuerdo si fue por los profesores o por mis compañeros) redactor en jefe de la revista literaria del colegio. Disponía de un año para preparar el ejemplar, encuadernado profesionalmente, del anuario. Como en años anteriores, íbamos a aceptar artículos de todas las alumnas que estaban en el programa de seis años y mi responsabilidad consistiría en seleccionar y editar los trabajos a ser publicados. Sabía que haber sido elegida era un verdadero honor y que mis padres estaban muy orgullosos. Yo estaba simplemente asustada. Pero, por supuesto, no se lo dije a nadie. De haberlo hecho, habría revelado demasiada inseguridad. Además ¿sería tan difícil? La revista venía siendo publicada durante cincuenta años y siempre había sido editada por los estudiantes. El próximo año sería mi turno, y yo iba a estar a la altura de las circunstancias.
Omitiré todos los detalles de interés engorrosos, básicamente porque no los puedo recordar. Lo que sí recuerdo –y todavía tengo pesadillas- es que al siguiente año, por primera vez en la larga y brillante historia del colegio, la revista literaria no fue publicada. Me habían dado una responsabilidad y yo fallé. Por supuesto que hubo todo tipo de razones. La oficial fue que mi equipo y yo habíamos revisado los trabajos presentados y que las propuestas no habían sido suficientes como para ameritar una publicación. Recuerdo que creí en esa explicación, con toda mi alma y la aparente confianza intelectual de una sabelotodo de cuarto año. Sin embargo, mirando hacia atrás con algo de la sabiduría de mis actuales cincuenta y un años, reconozco que estaba tan abrumada por mi propia necesidad de perfección que perdí de vista el propósito; se suponía que tenía que editar una revista, no pronunciar un juicio con respecto a mis compañeros. En lugar de darles a ellos, y a mí misma, la oportunidad de recibir críticas, agradecimiento, o quizás un mero orgullo paternal, opté por no tomar partido. Abandoné el juego por miedo a arriesgar perderlo, a fallar o quizás llegar a cometer un error.
Esto es algo que todos hacemos, todo el tiempo. Los expertos dicen que el miedo al fracaso, combinado con la necesidad de perfección, está en la raíz de todo aplazamiento. Mejor no llevar a cabo un proyecto que hacerlo mal. Encontramos errores similares basados en el miedo en otros aspectos de nuestras agitadas vidas; es preferible no amar que salir lastimado. Es preferible no manejar, que chocar el auto. Es preferible no comprometerse con un estilo de vida judío con una pequeña mitzvá cada tanto, que comprometernos a recorrer un camino que tememos no poder seguir.
Una de las formas en que nuestros rabinos explican estos temores tan molestos y persistentes es haciéndonos recordar la existencia del ietzer hará, la inclinación al mal que existe en todos nosotros y que sabotea todos nuestros mejores instintos, nuestra moral y bondad intrínseca, nuestro ietzer tov. El ietzer hará actúa de maneras misteriosas, a través de caminos peligrosamente poderosos. Es un diablillo que está al acecho de nuestras peores dudas, nuestros miedos más profundos, nuestros flancos más vulnerables. Es la voz que escuchas tarde en la noche, cuando dudas si puedes enfrentar otro día de lucha. Es la voz que te dice que comas otra galletita porque, como ya fracasaste en la dieta, no vale la pena hacer un nuevo intento. Es la voz que te dice que no vayas a la sinagoga porque ya estás llegando tarde para el servicio religioso. Es el ataque a tu confianza, la sospecha que no eres una persona lo suficientemente buena, inteligente, bonita, rica o amable como para merecer una vida mejor.
Todo esto es falso.
Nuestra responsabilidad como judíos, como mujeres, como pueblo, es luchar con todas nuestras fuerzas contra este ietzer hará. Creé que D-os te ama tal como eres, incluso si no eres perfecto. Creé que intentarlo es suficiente. Creé que sólo por hoy, sólo por este minuto, puedes dejar la galletita, tomar el teléfono, peinarte, limpiar tu ropero, hacer una llamada de pésame, ir a trabajar, leer un libro, escribir un poema, hacer una torta, empezar un negocio, invertir en algo, tomar un riesgo, hacer todo lo que quieres pero tienes miedo de intentar.
Mirando en retrospectiva, puedo perdonarme un poco por no haber publicado aquella revista literaria. Después de todo, hoy me doy cuenta que había un consejero de la docencia que debería haber intervenido para decir, "Está bien, es un artículo bastante bueno. Dale, publica el trabajo de una vez, en lugar de preocuparte tanto si quizás tiene algo que no está bien". Incluso podría haber dicho "Tienes que hacer un mayor esfuerzo, pedir más manuscritos, trabajar con los estudiantes para mejorar su redacción". No hizo nada de eso, pero tampoco lo hice yo, y lo he lamentado desde entonces. La clave está simplemente en hacerse presente y lograr que se haga algo.
Así que dile al ietzer hará que salga de tu camino, que salga de tu cabeza y que deje de sabotear el trabajo de tu vida. Tienes algo valioso para lograr hoy.
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