Cuando era chica mi padre tenía un avión. Un pequeño bimotor de seis asientos, uno para cada miembro de la familia. Papá amaba volar y solía encontrar cualquier excusa para llevarnos de viaje, aún solo para un vuelo de media hora a un restaurante al norte del estado de New York que tenía las mejores papas fritas del mundo.

"¿No tienes miedo?", me preguntaba la gente a veces. "No es un piloto profesional".

Nunca se me ocurrió tener miedo. Mi padre había operado submarinos y hacía cálculos matemáticos que parecían de otro idioma. El ya había trabajado con computadoras cuando todavía necesitaban tarjetas perforadas. Incluso había estado en Singapur.

Para mi, Papá sabía todo, y yo creía todo lo que me decía.

El asiento de honor del avión era al frente, al lado de él, con los botones, interruptores y perillas del panel de control a plena vista. Si le preguntabas a Papá qué hacía cada una de ellas, generalmente te daba una lección profunda de aeronáutica y trayectorias del viento. Para cuando tenía la respuesta, sentía el cerebro paralizado y era tiempo de aterrizar.

Así que fue solo por aburrimiento, cuando en uno de nuestros viajes dominicales, le apunté a un botón pequeño y blanco y le pregunté que hacía.

"Ese es para expulsar el asiento," Papá me dijo despreocupadamente. "Tócalo y volarás a través del techo."

Por el resto del viaje no pude sacar mis ojos de ese botón. Mis manos querían apretarlo, solo para ver que pasaría. Al mismo tiempo temblaba de pensar ser catapultada a través del grueso metal, hacia el cielo, sin un paracaídas. Para cuando escuchamos a la torre de control permitirnos el aterrizaje, me había pegado contra la puerta, lo más lejos posible de esa pequeña pieza de plástico.

Durante meses, cada vez que volábamos, miraba el botón cautelosamente y preguntaba; "No es realmente un asiento eyector, ¿verdad?"

Papá sonreía. "¿Qué te parece?"

Cuando entré en la adolescencia, decidí que Papá no era más omnipotente. De hecho, para cuando tenía quince, estaba segura de que no tenía idea de nada, sin mencionar que estaba completamente loco.

Porque allí, en algún momento, se convirtió en un judío ortodoxo.

Lo debería haber sospechado cuando comenzó a ir al minian cada mañana. O cuando comenzó a cargar un pesado volumen del Talmud a donde iba, abriéndolo para estudiar en cuanto tuviera un momento libre. Luego ya no iba más con nosotros en auto a la sinagoga, ni comía en nuestro restaurante favorito no kosher.

Pero no me di cuenta, posiblemente porque sucedió muy lentamente. En un momento, era nuestro papi con gorra de béisbol, mirando videos los domingos por la tarde mientras comíamos caramelos de goma. Al siguiente ya era un extraño barbudo, con kipá, que citaba la Torá.

Fue como si una bomba explotara en mi casa. Mi madre estaba cada vez más resentida con el extraño con quien se estaba casada. Papá, que ya trabajaba muchas horas, empezó a pasar cada vez menos tiempo en casa, aceptando invitaciones de todos lados a celebraciones de personas de las que nunca habíamos escuchado.

Nosotros, sentíamos que nos habían movido el piso y estábamos enojados con la persona que lo había hecho. Mi padre, eventualmente, hizo una vida de la que no éramos parte, ni teníamos interés de serlo.

De todos modos seguíamos volando. El avión de papá nos llevó por toda la costa este e incluso a las Bahamas. Todavía éramos una familia, aunque no lo sintiéramos así.

Una noche volamos de vuelta a casa en medio de una tormenta. Papá nos llevó alto, donde el cielo era más claro y las estrellas parecían tan cercanas que podríamos tocarlas. Debajo nuestro había una alfombra de nubes púrpuras y grises que se encendían en puntos dispersos, como luciérnagas en la niebla, a medida que los relámpagos destellaban hacia la tierra. Era calmo y silencioso, solo nosotros seis volando a través de los cielos.

Cuando descendimos, se fue la energía eléctrica del avión. No teníamos electricidad, sistema de navegación, ni conexión con la torre de control. Era casi imposible ver a través de la tormenta y cuando mi madre empezó a llorar, me di cuenta de lo peligroso de la situación en la que nos encontrábamos.

Por la ventana, veía las luces de abajo acercarse cada vez más rápido. Junto a mí, mi madre rezaba entre llantos.

"Por favor, D-os, por favor. Permítele descender. Por favor..."

A diferencia de mi madre, yo no tenía miedo. Sabía sin lugar a dudas que papá nos llevaría a salvo a casa. A pesar de lo mucho que había cambiado, todavía era mi padre, y confiaba completamente en él.

Eventualmente, papá nos hizo descender en un suave aterrizaje. Aceleramos a través de la pista, con las luces azules zumbando a un ritmo tranquilizador. Nuestro vuelo fue difícil, pero llegamos a tierra firme.

Papá vendió el avión unos años después. Todavía teníamos aventuras ocasionales como familia, pero nuestros paseos improvisados de fin de semana habían acabado. El tiempo pasó, convirtiéndose en algo preciado las reuniones juntos.

Y como suele pasar, el tiempo también nos cambió a todos. Los cuatro hijos crecimos, y nos mudamos para empezar nuestras propias vidas. Cada vez que volvíamos a casa, encontrábamos a Papá cada vez más inmerso en su nueva vida, usando tzitzit y a veces, respondiendo a su nombre en idish. Pero aprendimos a vivir con eso, e incluso llegamos a aceptar la nueva versión de nuestro padre.

Nos reíamos de sus historias donde llevaba a su amigo jasídico a través de Brooklyn en su motocicleta, con las colas de la chaqueta de su pasajero ondeando como banderas a medida que aceleraban por la avenida. Con cariño bromeábamos con él sobre los nombres "judíos" de sus amigos, acentuando las sílabas guturales hasta que se nos secaban las gargantas. Era nuestra forma de cruzar a través del abismo que se había abierto entre nosotros.

El resentimiento de mamá eventualmente se disipó y ella y papá encontraron un feliz equilibrio, sorprendiéndonos a todos al enamorarse uno del otro nuevamente. Más tarde, él cuidó de ella con toda devoción, mientras ella luchaba, y perdía, su batalla con el cáncer. Los lazos de su amor, vimos, eran resistentes aún a los cambios más drásticos.

Papá nunca perdió su pasión por volar, a pesar de que ahora era igualmente apasionado por otras cosas: su aprendizaje, su crecimiento, su conexión con Di-s. Eso inspiró a algunos de nosotros a seguir sus pasos.

Estos días, nuestra familia es muy diferente a la que volaba junta por toda la costa este. Dos estamos casados, uno con hijos, y uno comprometido. Mamá se fue. Y papa se comprometió, con una mujer de su "nuevo" mundo. El era la personificación de la alegría en su fiesta de compromiso, el feliz futuro novio celebrando su compromiso, aceptando mazel tovs de sus amigos de sombrero negro y de sus esposas con maravillosas pelucas. El contraste entre este hombre y aquel que me crió era muy fuerte, y yo me pregunté si quizás íbamos a estar separados para siempre, junto con los últimos trazos de la familia que una vez conocí.

Pero el sonrió brillantemente cuando me vio llegar. Me presentó orgullosamente a sus amigos.

Cuando la gente se fue, me tomó del brazo y me habló en voz baja.

"Siempre estoy aquí para ti," dijo. "En cualquier momento que lo necesites".

Y mientras era rodeado una vez más por un enjambre de trajes negros, recordé el cielo claro en la noche afuera de mi ventana en el avión de papá, acunándonos a nosotros seis como si fuéramos las únicas personas en el mundo. Yo estaba a salvo con papá al mando, llevándonos volando a casa.