Los torrentes de lluvia le caían de punta sobre el rostro, pero la tempestad no impedía que el maestro jasídico, el rabí Leib de Sará, llegara a la aldea. Sólo faltaban un par de horas para el comienzo de Iom Kipur. Lo separaba una cierta distancia del lugar que había previsto como destino, pero se alivió al enterarse de que también en la aldea en la que estaba había un minián (quórum de diez personas) con el que rezar: a los ocho aldeanos locales se unirían dos hombres que vivían en un bosque cercano.
El rabí Leib se sumergió, a modo de preparación para el día sagrado, en las aguas purificantes de un río que corría en los límites de la aldea; comió la cena que precede al ayuno y se apresuró a ser el primero en llegar a la pequeña sinagoga de madera. Allí se instaló para recitar todas las plegarias privadas con las que acostumbraba inaugurar el Día del Perdón.
Uno por uno, los ocho aldeanos de la zona llegaron a tiempo para escuchar las palabras de Kol Nidrei. Junto al rabí Leib, ahora eran nueve. Pero no había minián, porque los dos judíos habitantes del bosque habían sido encarcelados por una denuncia malintencionada.
“¿Es posible que encontremos tan sólo un judío más que viva por esta zona?”, preguntó el rabí Leib.
“No”, le aseguraron todos los aldeanos, “somos los únicos”.
“Quizás”, insistió, “por aquí viva un judío que se haya convertido a una fe distinta de la de sus padres”.
Los aldeanos estaban sorprendidos de escuchar el extraño comentario del desconocido. Lo miraron todos de manera burlona.
“Las puertas del arrepentimiento nunca están cerradas, ni siquiera para un apóstata”, continuó el rabí Leib. “He oído de mis maestros que hasta cuando uno husmea entre las cenizas puede encender una chispa de fuego…”.
Entonces habló uno de los aldeanos.
“Aquí hay un apóstata”, se animó a decir. “Es nuestro paritz, el terrateniente que es dueño de toda la aldea. Pero ha estado hundido en el pecado durante los últimos cuarenta años. Verás, la hija pagana del terrateniente anterior se enamoró de él. Entonces, el padre de ella le prometió que si se convertía y se casaba con la muchacha, lo haría su único heredero. Él no pudo resistirse a la tentación y lo hizo… No tuvieron hijos y su mujer falleció hace muchos años; él ahora vive solo en su enorme mansión. Es un patrón cruel, y trata con especial dureza a los judíos de su tierra”.
“Muéstrenme su mansión”, dijo el rabí Leib.
En un segundo se quitó el talit y corrió lo más rápido que pudo en dirección a la mansión, con su kipá blanca en la cabeza y su kitel blanco que ondeaba en el viento. Golpeó la pesada puerta, la abrió sin esperar respuesta y se encontró frente al terrateniente. Por unos pocos pero largos, larguísimos segundos, se quedaron en silencio, cara a cara, el tzadik y el apóstata. El primer pensamiento de este último fue llamar a uno de sus asistentes para que capturara al intruso y lo arrojara al calabozo del patio trasero. Pero la expresión luminosa y la mirada penetrante del tzadik ablandaron su corazón.
“Me llamo Leib de Sara”, comenzó a decir el visitante. “Tuve el privilegio de conocer al rabí Israel, el Baal Shem Tov, que también era admirado por los nobles paganos. Una vez escuché de su boca que todos los judíos deberían pronunciar el rezo que fue dicho por primera vez por el Rey David: ‘Sálvame, oh Di-s, de la culpa de sangre’. Pero la palabra usada para decir ‘sangre’ (damim) se puede traducir también como ‘dinero’. Entonces, mi maestro expuso el versículo de la siguiente manera: ‘Sálvame, para que nunca considere al dinero como mi Di-s…’.
“Ahora bien: mi madre, cuyo nombre era Sara, era una mujer recta. Un día, al hijo del terrateniente local se le metió en la cabeza casarse con ella y le prometió dinero y poder si accedía, pero ella santificó el nombre de Israel. Para salvarse de aquel villano, se casó pronto con un anciano judío pobre que era maestro de escuela. Tú no has tenido la buena fortuna de resistir a la prueba, y estuviste dispuesto a traicionar tu fe por oro y plata. Sin embargo, date cuenta de que no hay nada que se interfiera en el camino de tu arrepentimiento. Además, hay quienes en una sola hora se ganan su lugar en el mundo por venir. ¡Esta es tu hora! Hoy comienza Iom Kipur. Pronto se pondrá el sol. A los judíos de tu aldea les falta un hombre para el minián. Ven conmigo y sé el décimo hombre. La Torá nos dice: “El décimo será sagrado ante Di-s”.
El terrateniente se puso pálido ante las palabras de este hombre de ropas blancas y rostro singular. Y mientras tanto, al final de la calle, los ocho aldeanos locales esperaban en el shul, apiñados por el temor, que los dejaba congelados. ¿Quién sabía qué calamidad iba a traerles este extraño desconocido?
La puerta se abrió de golpe, y entró el rabí Leib seguido de cerca por el paritz. El último estaba cabizbajo, con las pestañas llenas de lágrimas. Luego de una señal del rabí Leib, uno de los aldeanos le alcanzó un talit. Él lo usó para envolverse, de modo que cubrió por completo su cabeza y su rostro. El rabí Leib ahora se acercaba al Arca Sagrada para tomar dos rollos de la Torá. Le dio uno al aldeano más anciano de todos los presentes, y el otro se lo dio al paritz. Entre ellos, en la bimá, se encontraba el rabí Leib, quien empezó a cantar con solemnidad la canción tradicional para comenzar el rezo del Kol Nidrei: “Por el permiso de Di-s, alabado sea, y con el permiso de la congregación, mantenemos que está permitido rezar junto con los transgresores de la ley”.
Un profundo suspiro surgió de las profundidades del corazón del hombre quebrado. A ninguno de los presentes le fue indiferente, y todos lloraron con él. A lo largo de todas las plegarias de la tarde, y desde el amanecer hasta la noche siguiente, el paritz rezó, humilde y arrepentido. Y mientras su llanto revolucionaba todo su cuerpo al recitar las confesiones, los otros nueve hombres se estremecían con él.
En el clímax del servicio de Neilá, cuando la congregación estaba a punto de pronunciar al unísono las palabras “Shemá Israel”, el paritz se inclinó hasta que su cabeza estuvo en lo profundo del Arca Sagrada, tomó los rollos de la Torá que estaban allí y, con una voz poderosa que petrificó a los presentes, exclamó: “¡Escucha, oh Israel, Hashem es nuestro Di-s, Hashem es Uno!”. Con cada repetición su voz se hacía más fuerte. Al final, mientras lo gritaba por séptima vez, su alma escapó de su cuerpo.
Esa misma noche se llevaron los restos del paritz para enterrarlos en la ciudad más cercana. El rabí Leib mismo tomó parte en la purificación y en la preparación del cuerpo para el entierro, y por el resto de su vida observó el iortzait de su penitente cada Iom Kipur, y dijo el kadish por la elevación de su alma.
Nota biográfica:
El rabí Leib de Sara (1730–1796) vivió una vida solitaria de deambulante, en la que se dedicó a la gran mitzvá de redimir a los judíos cautivos. Era muy apreciado por el Baal Shem Tov, fundador del movimiento jasídico.
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