Una de las figuras centrales en la historia del Jasidismo fue el famoso “Jozé” (Vidente) de Lublin, Rabi Iaacov Itzjok Horowitz (1745-1815), quien lideró la expansión del jasidismo en Polonia y Galicia. Muchos de los maestros jasídicos de ese tiempo eran sus discípulos. Esta historia, sin embargo, no es sobre el “Jozé” sino sobre su abuelo materno, Reb Kópel de Likova. De hecho, sucedió muchos años antes del nacimiento del “Jozé”.

Reb Kópel se ganaba la vida comprando barriles de vodka y cerveza a los destiladores locales y vendiendo su mercadería en las tabernas alrededor de su pueblo natal de Likova. No era una vida fácil, con los altos impuestos aplicados por el gobierno y el ambiente hostil que encontraba el judío en la Europa del siglo 18. Sin embargo, su fe y optimismo nunca decaían.

Cada año, en la mañana previa a Pésaj, Reb Kópel solía vender su jametz a uno de sus vecinos gentiles. Jametz significa “leudado”, una categoría que famosamente incluye pan pero también toda comida o bebida hecha de grano fermentado. La Torá le ordena al judío en forma absoluta que “no puede encontrarse fermento en tu posesión” por la duración de la festividad de Pésaj, en conmemoración del Éxodo de Egipto. En las semanas previas a la festividad, el hogar judío es vaciado y fregado para limpiarlo de jametz; y en la noche previa a Pésaj, se hace una búsqueda solemne a la luz de la vela de las últimas migas que se esconden en los rincones. A la mañana siguiente, todo lo que resta de jametz en la casa, se come, se quema o se descarta de alguna otra forma.

¿Qué debería hacer alguien como Reb Kópel quien trabaja con alimentos fermentados y tiene un depósito lleno de jametz? Para estos casos (y para cualquiera que tenga jametz del que no quiera deshacerse) las autoridades rabínicas instituyeron la práctica de vender el jametz a un no judío. Los vecinos de Reb Kópel estaban familiarizados con el ritual anual. El comerciante judío de licores redactaba un contrato legal con uno de ellos, en el que le vendía todo el contenido de su depósito por una suma igual a su verdadero valor. Solo una pequeña parte de la suma realmente cambiaba de manos; el pago se hacía con un pagaré del comprador al vendedor. Después de Pésaj, Reb Kópel solía volver, esta vez para comprar de nuevo el jametz y devolver el pagaré. El comprador obtenía una propina por esta molestia, usualmente en forma de una muestra generosa de la mercadería que había sido legalmente suya durante ocho días y unas horas.

Un año, a alguien en Likova se le ocurrió una idea: ¿qué pasaría si todos se negaran a comprar el vodka del judío? En ese caso él se tendría que liberar de él. ¿Por qué contentarse con una botella o dos cuando lo podían tener todo?

Cuando Reb Kópel golpeó en la puerta del vecino en la mañana de la víspera de Pésaj, Ivan declinó cortésmente hacer la transacción usual. Desconcertado, intentó en otra casa más adelante. No tardó mucho en darse cuenta de la trampa que sus vecinos gentiles le habían puesto. El plazo para deshacerse del jametz, una hora antes del mediodía, se acercaba rápidamente. No había tiempo para viajar al pueblo vecino para encontrar un comprador no judío.

Reb Kópel no dudó un momento. Rápidamente vació la choza de madera detrás de su casa que servía como su depósito. Cargando sus barriles de jametz en su carro, se dirigió hacia el río. Mientras sus vecinos miraban alegres a la distancia, los depositó en la orilla del río. En voz alta anunció: “¡Por este medio renuncio a cualquier reclamo que tenga sobre esta propiedad! Proclamo a estos barriles sin dueño, libres para que cualquiera los pueda tomar.” Despojado de todo Jametz, volvió a su casa para prepararse para la festividad.

Esa noche, Reb Kópel se sentó en el Séder con un corazón alegre. Cuando recitó de la Hagadá “¿Por qué comemos este pan ácimo? Porque la masa de nuestros padres no tuvo tiempo de fermentarse antes que D-os se revelara a ellos y los redimiera”, saboreó el gusto de cada palabra en su boca. Todo su capital estaba invertido en esos barriles de vodka y cerveza; de hecho muchos de ellos habían sido comprados a crédito. Ahora no tenía un peso, y el futuro mostraba sólo la perspectiva de muchos años de deudas aplastantes. Pero su corazón estaba liviano y brillante como un pájaro cantor. ¡No tenía ni una gota de jametz en su posesión! Por primera vez en su vida, se le había dado la oportunidad de demostrar realmente su amor y lealtad a D-os. El había sacado todo el jametz de su posesión, como Di-s le había ordenado. Por supuesto, él había cumplido con muchas mitzvot en su vida, pero nunca una a tal costo, ¡ninguna tan preciada como esta!

Los ocho días de Pésaj pasaron con Reb Kópel en un estado de éxtasis. Al concluirse la festividad llegó la hora de volver al mundo real. Con pasos pensativos se dirigió a su depósito para ver sus papeles e intentar idear algún plan para empezar su negocio de nuevo. Amontonados en la puerta de entrada encontró a un grupo de gentiles muy decepcionados.

“¡Hey, Kópel!” le gritó uno de ellos. “Pensé que te ibas a liberar de tu vodka. ¡¿Qué sentido tiene anunciar que ‘está libre para cualquiera que quiera tomarlo’ si pones esos perros guardianes para protegerlos?!” Todos comenzaron a hablar a la vez, por lo que le llevó un tiempo a Kópel comprender los detalles. Durante toda la duración de la festividad, noche y día, durante las veinticuatro horas, los toneles y barriles en la orilla del río habían sido rodeados por una jauría de perros feroces que no permitieron que nadie se acercara. Reb Kópel cabalgó hasta la orilla del río. Allí estaban los barriles, intactos.

Pero no hizo ningún movimiento para cargarlos de nuevo en su carro. “Si los tomo de nuevo,” pensó para sí mismo, “¿cómo sabré si realmente renuncié completa y sinceramente a mi propiedad sobre ellos antes de Pésaj? ¿Cómo estaré seguro de que cumplí de verdad la mitzvá de sacar el jametz de mi posesión? ¡No! ¡No voy a renunciar a mi Mitzvá, o permitir que alguna sombra de duda caiga sobre ella!” Uno por uno, hizo rodar los barriles por la orilla hasta que quedaron al borde del agua. Sacó los tapones de sus grifos y esperó hasta que la última gota de vodka y cerveza se mezclara con el río. Recién entonces se dirigió de vuelta a su casa.