Cuando Iosef Cabiliv (hoy un exitoso agente inmobiliario) recobró su conciencia en el Hospital Rambam en Haifa, no recordaba nada de las circunstancias que lo habían llevado allí. Sentía un dolor extremadamente agudo en sus piernas. El descubrimiento que siguió fue mucho más horrendo: mirando debajo de la sábana, vio que sus dos piernas habían sido amputadas, la derecha hasta la rodilla, la izquierda hasta medio muslo.

El día anterior Iosef, que estaba sirviendo como reserva en la FDI, estaba patrullando los Altos del Golán con otros cuantos soldados cuando su jeep pisó una antigua mina terrestre siria. Dos de sus compañeros murieron en el acto. Otros tres sufrieron heridas graves. Las piernas de Iosef estaban tan severamente aplastadas que los doctores no tuvieron otra opción que amputarlas.

Aparte del dolor y la minusvalía, Iosef tuvo que confrontarse con la incapacidad de la sociedad para tratar con los discapacitados. “Mis amigos venían a visitarme,” recuerda, “mantenían quince minutos de charla artificial, y se iban sin mirarme a los ojos ni una sola vez. Mi madre venía y lloraba, y ahí estaba yo, quién desesperadamente necesitaba consuelo, teniendo que consolar. Mi padre venía y se sentaba a mi costado en silencio; no sé qué era peor, si las lágrimas de mi madre o el silencio de mi padre.

“Volver a mi profesión civil de soldador era, por supuesto, imposible, y a pesar de que la gente rápidamente ofreció caridad, El Rebe conversa con soldados del IDF que vinieron a visitarlo ninguno tenía trabajo para un hombre sin piernas. Cuando me aventuré a salir con mi silla de ruedas, la gente mantenía distancia, de forma que un gran espacio vacío se abría alrededor mío en la esquina más transitada.”

Cuando Iosef se encontró con otros veteranos discapacitados encontró que todos compartían la misma experiencia: habían dado sus propios cuerpos en defensa de la nación, pero la nación carecía de la fortaleza espiritual para confrontar su sacrificio.

“En el verano de 1976,” cuenta Iosef, “Tzahal patrocinó una excursión a los Estados Unidos para un grupo grande de veteranos discapacitados. Mientras estábamos en Nueva York, un jasid de Lubavitch vino a nuestro hotel y sugirió que tuviéramos un encuentro con el Rebe de Lubavitch. Muchos de nosotros no sabíamos qué hacer con la invitación, pero algunos de nuestro grupo habían escuchado sobre el Rebe y convencieron al resto para que aceptemos.

“Tan pronto como escucharon que veníamos, los jabadniks se pusieron en acción, organizando todo el asunto con la precisión de una campaña militar. Diez grandes camionetas pararon en nuestro hotel para transportarnos a nosotros y nuestras sillas de ruedas a la sede central de Lubavitch en Brooklyn. Pronto nos encontramos en la famosa gran sinagoga en el subsuelo de 770 Eastern Parkway.

“Diez minutos más tarde, un hombre de barba blanca de unos 70 años entró al lugar, acompañado de dos secretarios. Un silencio absoluto se extendió en la sala. No había duda de la autoridad que irradiaba. Todos habíamos estado parados en presencia de comandantes militares y primeros ministros, pero esto era distinto a cualquier otra cosa que jamás habíamos encontrado. Esto es lo que la gente debe sentir en presencia de la realeza. Un pensamiento idéntico pasó por la mente de todos: aquí camina un líder, un príncipe.

“Pasó entre nosotros, reposando su mirada en cada uno, levantando su mano saludando, y luego se sentó frente nuestro. Nuevamente miró a cada uno de nosotros uno por uno. Desde aquel terrible día en que desperté sin mis piernas en el Hospital Rambam, he visto todo tipo de cosas en los ojos de aquellos que me miran: dolor, lástima, repulsión, indignación. Pero esta era la primera vez en todos esos años que encontré verdadera empatía. Con esa mirada que apenas duró un segundo y la sonrisa apenas visible en sus labios, el Rebe me comunicó que está conmigo, absolutamente y exclusivamente conmigo.

“El Rebe luego comenzó a hablar, después de disculparse por su hebreo con acento Ashkenazi. Habló sobre nuestra ‘incapacidad’ diciendo que se oponía al uso del término. ‘Si una persona ha sido privada de un miembro o una facultad,’ dijo, ‘esto mismo indica que Di-s le ha dado poderes especiales para superar las limitaciones que esto conlleva, y para sobrepasar los logros de personas comunes. Ustedes no son ‘incapacitados’ o ‘minusválidos’, sino especiales y únicos, ya que poseen potenciales que el resto de nosotros no poseemos.

“ ‘Por lo tanto sugiero’, continuó, añadiendo con una sonrisa ‘por supuesto que esto no es de mi incumbencia, pero los judíos son famosos por expresar opiniones sobre temas que no les incumben, que no deberían ser más llamados nejei Israel (“los discapacitados de Israel”, nuestra designación en la burocracia del Tzahal) sino metzuianei Israel (“los destacados de Israel”)’. Habló durante varios minutos más, y todo lo que dijo, y en especial la forma en que lo dijo, se dirigía a lo que se había estado agitando dentro de mí desde mi lesión.

“Al partir, le dio a cada uno de nosotros un billete de un dólar, para que lo demos en caridad en su nombre, haciéndonos socios en el cumplimiento de una Mitzvá. Caminó de silla en silla, apretándonos las manos, dándonos un dólar, y agregando una o dos palabras personales. Cuando llegó mi turno, vi su cara de cerca y me sentí como un niño. Contempló profundamente dentro de mis ojos, tomó mi mano entre las suyas, las presionó firmemente, y dijo ‘Gracias’, asintiendo levemente con la cabeza.

“Después supe que le había dicho algo diferente a cada uno de nosotros. A mi me dijo ‘Gracias’, sintiendo de alguna forma que eso era exactamente lo que necesitaba escuchar. Con esa palabra, el Rebe borró toda la amargura y desesperanza que se había acumulado en mi corazón. Llevé las ‘Gracias’ del Rebe de vuelta a Israel, y las llevo conmigo hasta el día de hoy.