La primera vez que vi al rabino Menajem Schneerson, el Rebe de Lubavitch de bendita memoria, fue al poco tiempo de haberme comprometido con el presidente del condado de Bronx, Robert Abrams. El rabino Mowshowitz, conocido de Bob, concertó una cita para que lo conociéramos y nos diera una bendición previa a nuestro matrimonio.

Recuerdo que llegamos al 770 a la medianoche, pero no ingresamos a la oficina del Rebe hasta las 3 a.m. El Rebe fue muy amable con nosotros y, a partir de ese momento, surgió una amistad que continuó durante muchos años.

El Rebe creía fervientemente en el involucramiento de las mujeres en las cuestiones públicas. En una de nuestras visitas, Bob, en su carácter de funcionario público, comenzó a relatar todas las actividades comunales en las que había participado desde la visita anterior. En un momento determinado le pidió un consejo en relación con un tema puntual. El Rebe se dirigió hacia mí y me pregunto: “¿Qué hay de usted? Estamos en una era de liberación femenina. Seguramente usted tenga su punto de vista al respecto. ¿Usted qué sugiere a propósito de este problema?”.

Aquí les dejo otro relato que ejemplifica la situación: cierta vez, durante un farbrenguen (una reunión jasídica tradicional), Bob le entregó al Rebe una mención especial honorífica con motivo de su cumpleaños. Claramente, Bob le había informado por adelantado que llevaría dicha mención en nombre de los ciudadanos del Bronx, tanto judíos como no judíos. El Rebe le preguntó: “¿Dónde está tu mujer?”. Recuerdo haber visto a Bob señalar en dirección al sector de las mujeres. Más tarde me comentó que le había dicho al Rebe que yo estaba allí, del otro lado del vidrio.


A mis cuarenta y ocho años de edad, solo tenía una hija, Rajel, y tanto mi marido como yo ansiábamos tener otro hijo. Fuimos a ver a un doctor que era considerado un especialista en el tema, quien nos dijo que teníamos menos de un 5% de probabilidades de tener otro hijo. Durante el tiempo que duró la consulta médica y los posteriores análisis a los que debimos someternos para poder concebir otro hijo, decidimos no contarlo a nadie, ni siquiera a nuestros padres. Transitamos la espera en soledad, rezando para tener otro hijo.

Cada año en Hoshaná Rabá (el último día de la festividad de Sucot), solíamos visitar al Rebe para recibir una porción de torta de miel y su bendición para un nuevo año próspero y dulce. Ese año, fuimos directo de un funeral; era la primera vez que Rajel no venía con nosotros a ver al Rebe.

Mi marido y yo le llevamos a nuestra hija recien nacida al Rebe.
Mi marido y yo le llevamos a nuestra hija recien nacida al Rebe.

De repente, el Rebe nos miró y nos dio su bendición para “que la familia se agrande el año entrante”. Yo quedé atónita. ¿Cómo podía saber que eso era lo que tanto ansiábamos? En ningún momento habíamos hecho una referencia al respecto, ni a él ni a sus secretarios. Resulto increíblemente alentador para mí, y a lo largo del año pensé varias veces en la bendición que nos había dado, tratando de reconstruir ese momento en mi mente.

Seis semanas después, en el Día de Acción de Gracias, realice una prueba casera de embarazo y resulto positiva. Recuerdo haberle preguntado a Rajel de qué color veía la prueba y me dijo que era azul. Le pregunte nuevamente: “¿Estás segura de que no es blanco?”, y ella me contestó: “No, mamá, ¡sin dudas es azul!”.

Inmediatamente fui al consultorio del doctor para realizar una prueba “fehaciente”. En verdad fuimos a lo del pediatra de nuestra hija, ya que la mayoría de los médicos no atienden en Acción de Gracias. Al poco tiempo recibimos un llamado del doctor, en el que decía que efectivamente el resultado era positivo. Yo seguía creyendo que debía haber algún tipo de error. No podía ser cierto. No podía estar embarazada. Entonces me sugirió que realizara otra prueba, que volvió a dar positivo. Yo estaba completamente eufórica.

Al año siguiente, cuando cumplí cincuenta años, di a luz a una hermosa niña, Biniamina, o Becky, quien lleva el nombre de mi suegro, Biniamin, una persona sumamente especial y bondadosa.

El día que fui al hospital, Rajel, que tenía diez años, se encontraba en casa. El teléfono sonó y ella atendió. Era el rabino Krinsky, uno de los secretarios del Rebe, quien llamaba en su nombre. “¿Tu madre se encentra bien?”, preguntó.

“Eso creo,” le contestó Rajel, “acaba de ir al hospital hace algunas horas. Creo que está a punto de dar a luz”. De hecho, en el mismo instante en que Rajel estaba atendiendo el llamado del rab Krinsky, en representación del Rebe, yo estaba pariendo.

Cuando Becky cumplió tres meses, realizamos nuestra tradicional visita anual al Rebe en Hoshaná Rabá. Por lo general, la fila de gente que espera para recibir la bendición del Rebe se extendía tres o cuatro cuadras hasta dar la vuelta a la calle Crown Heights, pero los jasidim siempre fueron muy amables con nosotros. Cuando llegábamos con nuestro auto, de alguna forma, alguien siempre se acercaba a nosotros para dejarnos pasar al frente de la fila y así ahorrarnos la larga espera.

Sosteniendo a nuestra pequeña hija en brazos, el Rebe nos dijo: “veo que han traído a quien ha hecho que la familia se agrande”. Exactamente un año después de que pronunciara esas palabras por primera vez, el Rebe las repetía, pero ahora, frente a nuestra hija. Le dije que queríamos agradecerle profundamente por habernos dado una niña hermosa.

Becky y Yo
Becky y Yo

“No, no fui yo” contestó el Rebe y, alzando su mano, señalo al cielo.

Así era el Rebe, siempre quitando el foco de sí mismo. Recuerdo otra ocasión cuando Bob le entregó una distinción al Rebe por su gran labor. ¿Cuál fue la respuesta del Rebe? “No es a mí a quien deben reconocer, sino al movimiento”.

Su eje siempre estaba puesto en el otro. Su sensibilidad por el prójimo siempre iba en aumento. Prácticamente nunca dejaba su hogar, pero sabía exactamente todo lo que pasaba a nivel mundial. Ese era uno de sus grandes poderes, una de sus mayores fortalezas. Cuando uno se paraba frente a él, sentía que no había nadie más en el mundo. Nunca mostraba signos de superioridad, sino que, por el contrario, siempre destacaba lo mejor de cada ser humano.

El Rebe no tuvo hijos propios. Sin embargo, bendijo a miles de personas para tuvieran los suyos. Todos nosotros somos sus hijos.