Esta historia ocurrió ya hace unos cuantos años. Cursaba yo 4° grado y comencé a tener ciertas dificultades en el habla al despertar a las mañana. Quería hablar y la voz no me salía, tenía que forzar la garganta y se me oía muy ronco. Mis padres consultaron con médicos y, luego de realizarme una serie de estudios, me diagnosticaron nódulos en las cuerdas vocales.
Los pasos y el tratamiento que debía seguir para la recuperación implicarían un tiempo prolongado, de un año y medio a dos años, con visitas periódicas a otorrinolaringólogos y fonoaudiólogos. Lo más molesto eran las rinoscopias: me introducían por la nariz una larga y delgada manguera con una cámara hasta la garganta y chequeaban el estado de mis cuerdas vocales. Para ningún niño es divertido tener que estar cada semana entre médicos y estudios, y pensar que eso duraría dos años lo hacía mucho peor.
Parte del tratamiento con la fonoaudióloga, consistía en que me observara cómo yo hablaba y cómo respiraba al hablar. La doctora me pedía que yo le hablase de algún tema o le contara alguna historia. En esa época, en el 770 (la sede central de Jabad), el Rebe realizaba un farbrenguen cada shabat por la tarde, y todas las semanas en mi casa había un maise (cuento) nuevo para relatar. Naturalmente, como cualquier joven criado en una familia de jabad, y como la doctora era judía, comencé a contarle las historias del Rebe. Sesión tras sesión, traía nuevas historias y relatos para contarle, y ella me escuchaba muy atentamente.
Al poco tiempo de iniciado el tratamiento con la fonoaudióloga, dos meses aproximadamente, en una de las charlas que teníamos mientras hacíamos los ejercicios, me dijo: “Me has contado tantas historias maravillosas del Rebe que tengo una duda, tú… ¿le escribiste alguna carta para contarle de tu problema?”. Me quede sorprendido. Le respondí que no: “La verdad que no”. No creía que el problema fuera tan serio como para escribirle al Rebe y pedirle una beraja(bendición).
La doctora había conocido al Rebe a partir de los maises que yo le había contado. No habían pasado ni dos meses desde nuestro primer encuentro cuando me dijo lo siguiente: “Mira, es un problema de salud, y me parece muy importante que le escribas al Rebe”.
Salí del consultorio muy movilizado e inmediatamente le conté a mi mamá lo sucedido. Ella me tranquilizo y me sugirió que al otro día, cuando terminara mi clase, le pidiera al moré (maestro) que me ayudase a escribir la carta al Rebe. Así lo hice.
Un mes después, fui a realizarme ese estudio tan molesto de la cámara en las fosas nasales y en la garganta para comprobar la evolución del tratamiento en las cuerdas vocales. La doctora, sorprendida, le dijo a mi mamá: “Señora, su hijo ya está totalmente curado. No entiendo cómo, pero no tiene más nódulos”.
Y esta es mi pequeña historia con el Rebe. No recibí una respuesta escrita a mi carta, pero sí una respuesta con forma de bendición.
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