Observa tu documento de identidad. Contiene cuatro datos relacionados contigo: tu nombre, tu fecha de nacimiento; tu lugar de nacimiento; tu número de cédula. ¿Cuál de estos cuatro datos ubicarías en una categoría aparte?
Veamos si podemos encontrar la respuesta en la lectura bíblica de esta semana.
La parashá Shemot (‘nombres’) comienza mencionando los nombres de los hijos de Jacob, que bajaron primero a Egipto y luego iniciaron una nueva etapa en la historia del pueblo judío, el exilio en dicho territorio.
¿Por qué había necesidad de nombrarlos de vuelta, si ya fueron nombrados con aún más detalle en la parashá Vaigash, leída hace dos semanas atrás?
Explican nuestros sabios que, como D-os valora a los Hijos de Israel, al igual que como hace con las estrellas los cuenta tanto cuando “salen” como cuando “entran”. Los contó cuando descendieron a Egipto (como está relatado en Vaigash) y los contó cuando murieron (como aparece en Shemot). De hecho, encontramos que no solo los cuenta sino que también los nombra.
Números y nombres
Veamos qué nos enseñan estas dos facetas nuestras: ser un número y tener un nombre.
Cuando contabilizamos algo, nos relacionamos con la esencia de la cosa, independientemente de sus detalles particulares. Por ejemplo, si contara autos, tanto una cupé Lamborghini como un pequeño Fiat se cuentan como uno. Un auto es un auto; las diferencias entre ellos no influyen en el aspecto “auto” que comparten.
Del mismo modo, cuando contamos individuos nos relacionamos con el punto en común que tienen y trasciende sus diferencias. El número no nos dice nada sobre las características personales del individuo; solo destaca su similituda los demás en tanto contados.
El nombre propio, en cambio, aunque no dice mucho sobre la persona, sirve para identificar y distinguirla de las demás. El número que me asignaron no tiene una conexión personal conmigo, es arbitrario; el nombre sí es mío y me acompaña a todos lados aun cuando me asignen otros números de documentos (en mi cédula uruguaya y en mi pasaporte estadounidense figuran distintos números, pero un mismo nombre).
Dichos dos aspectos expresan el hecho de que soy igual a los demás y a la vez soy diferente de ellos. Al respecto, cabe preguntarse: ¿son nuestra particularidad y nuestra similitud aspectos complementarios entre sí o bien contradictorios?
Por un lado, vemos que el hombre es un ser social que busca asemejarse al grupo que integra; de hecho, es esta necesidad la que hace tan fuerte el efecto de la presión social. Por otro lado, vemos que la gente tiende a querer destacarse de los demás y manifestar su individualidad.
¿Cómo se hace para congeniar estas dos tendencias opuestas? Hay dos maneras: una es distinguir aquellos aspectos de la vida en los cuales uno no quiere mostrar su diferencia de aquellos en los que sí quiere hacerlo. Por ejemplo, uno puede no interesarse por vestirse de manera diferente a los demás, pero sí desear mostrar lo original y creativo que es en su trabajo o profesión.
Otra manera de conciliarlos es haciendo uso de su unicidad dentro del contexto de la generalidad. O sea, sentir que es un individuo dentro de una comunidad, que es nada más que una arista de la misma “piedra” de la que forman parte otras muchas aristas. Efectivamente, esa arista tiene un nombre particular que lo distingue, pero también un número que lo asemeja a las demás.
El otro día llamé a un conocido para pedirle una donación.
—¡Cómo no! me respondió. Te daré el mismo monto que el año pasado.
—¿Puede ser algo más este año? —sugerí.
—Creo que el monto está bien. Entiende que te estoy ayudando desde la “vereda de enfrente”; no soy parte de tu organización —aclaró.
Le agradecí su generosidad y corté el teléfono, pero enseguida lo llamé de vuelta.
—Quiero que sepas que desde mi punto de vista estamos los dos en la misma vereda. Estaremos sentados en dos asientos diferentes, pero viajamos en el mismo barco.
Podemos fijarnos en nuestros “nombres” diferentes, nuestras diferencias; o bien, en el hecho de que nos cuentan a todos por igual; es decir, que somos esencialmente iguales y que nuestras diferencias deben complementar en lugar de separar.
Así, en respuesta a la pregunta que formuláramos al principio: el número del documento de identidad está fuera del grupo, ya que los demás detalles hablan de mi particularidad, mientras que el número señala el hecho de que soy nada más que uno más del grupo contado. En realidad, una cosa depende de la otra: la verdadera unión viene por medio de la multiplicidad.
La enseñanza de todo esto es que debemos ser conscientes de la misión que nos une a todos y, a la vez, buscar y expresar la tarea específica que tenemos dentro de ese mosaico para completar y enriquecerlo.
Mi error
El siguiente episodio ocurrió a poco de haberme radicado junto con mi familia en Uruguay:
Nuestro hijo mayor, Mendy, nació en Uruguay. Debido a nuestra inexperiencia como padres, sumada a la llegada a un nuevo país en el que además en esa época hacían huelga cada dos por tres, no llegamos a inscribirlo en el Registro Civil dentro del plazo reglamentario. Como consecuencia de esto, comenzamos a tramitar una inscripción tardía, proceso que demoraba meses.
En el interín, mi esposa y yo quisimos viajar con nuestro pequeño Mendy al exterior. Debido a que ambos somos ciudadanos de los EEUU, obtuvimos para nuestro hijo un pasaporte de ese país.
Llegamos los tres al aeropuerto de Carrasco, prontos para viajar. Al llegar al mostrador de migraciones, el funcionario nos solicitó la documentación uruguaya de nuestro hijo. Le explicamos el motivo por el cual carecía de esta y presentamos el pasaporte estadounidense del niño.
—Lo siento, el niño no puede salir del país. Ustedes pueden viajar, pero el niño, no —nos informó el funcionario.
—¡¿Cómo no podemos viajar con nuestro hijo?! —exclamé—. ¡Tiene un pasaporte válido!
—Para nosotros es uruguayo, y no puede viajar sin su documentación uruguaya —nos explicó.
—¡Pero es nuestro hijo! —insistí.
—Es uruguayo —replicó.
En conclusión: ese día no viajamos.
Este episodio me brindó una enseñanza impresionante. Por más que mi hijo es mi hijo, mis derechos no anteceden los derechos del Estado.
Apliqué la lección a lo que hace a nuestra relación con nosotros mismos. Antes de pensar en nuestros derechos personales, debemos pensar en los derechos que el pueblo judío tiene sobre nosotros, y adquirir todas las herramientas posibles para poder valorar y vivir nuestra condición de judío plenamente.
Unos diecinueve años después de dicha conversación con el oficial de migraciones en el aeropuerto de Carrasco, tuve oportunidad de conversar nuevamente con otro funcionario mientras estábamos realizando un trámite. Le comenté la historia ocurrida entonces y la lección que había aprendido.
Está Ud. equivocado —me dijo.—No es que los derechos del Estado anteceden los derechos de los padres; es que el Estado tiene la tarea de proteger y defender los derechos del niño.
El paralelismo con el judaísmo me quedó más claro aún: debemos tomar la precaución de que nuestra conducta y preferencias personales no saboteen la salud espiritual e identidad judía de nuestros hijos. Nuestros hijos no nos pertenecen; somos nada más que sus custodios.
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