–Me duele.
–¿Desde cuándo?
–Desde ayer, y antes de ayer también, y todos los días anteriores. Desde siempre.
–¿Qué te calma?
–Hacer ejercicio, correr… ¿Puedo hacer abdominales?
–No.
–¿Por qué?
–Estás dolorida. Te estás muriendo de hambre.
–Ah, al principio lo toleraba bastante. Y tienes razón, ¡cómo duele! –En la cama, la paciente se retuerce de dolor– ¡Ay, de nuevo el dolor! ¡Por favor, haga algo!
–A ver… Déjame examinarte.
Ella duda. Luego, muy cuidadosamente, como si liberara a un pollito recién nacido, separa las manos del abdomen. Tiene el aspecto de un prisionero de un campo de concentración. Su abdomen es cóncavo, fibroso como un melón. Sobresalen las costillas, y los miembros son delgados como ramas secas. Como el cerebro piensa que se está convirtiendo en un feto, las mejillas se han ido cubriendo con una fina pelusa. Gimiendo, hace rechinar los dientes agujereados, marrones y llenos de marcas provocadas por el ácido que los baña cada vez que vomita.
Puede tener 12 o 40 años. Quizás sea rubia o castaña, blanca o negra. Podría ser un hombre. Su deterioro ha sido gradual: un capricho, una dieta para perder algunos kilos. Es una experta en el arte del engaño, en llenar el plato con comida y empezar a darle vueltas con el tenedor como si comiera. Después, tira todo, lo hace desaparecer en el inodoro, o quizá se lo dé al perro. O puede ser que esconda comida debajo de su cama, dentro de zapatos, o detrás de los paneles del recubrimiento acústico del techo del hospital. A medida que se va consumiendo busca, tan inexorablemente como la mosca a la miel, su imagen en los espejos, en charcos de agua, para quedarse observándose en busca de cualquier defecto. Finalmente, terminará por inmolarse. Se devorará a sí misma. Y ha olvidado el hambre. En la vida de prácticamente todos los anoréxicos llega el día en que la sensación de hambre carece de significado y desaparece la capacidad para reconocerlo.
Coloco el estetoscopio sobre su abdomen. No percibo nada. Pero, momentos después llego a escuchar un lejano tintineo y veo que asiente frenéticamente para indicarme que ése es el punto, que es ahí donde le duele.
–Te duele porque tienes hambre.
–¿Dolores por hambre?
–Sí. Tienes hambre. Por eso te duele. Tu cuerpo lo sabe, pero tienes que escucharlo. Es necesario que comas.
Reacciona como si le hablara en chino.
–¿Comer? ¿Comida?
–Sí.
–Es que no entiendes –dice mientras se muerde los resquebrajados labios hasta hacerlos sangrar–. ¡Comer!... No puedo hacer eso.
***
Me duele –dice él, y coloca el puño cerrado a la altura del corazón–. Aquí. Ya hace mucho tiempo que me duele. Un año, quizá diez. Desde siempre.
–¿Puedes describir el dolor?
–Sabes –me dice–, es como cuando un cuervo le da picotazos a los restos de una ardilla aplastada por un coche. Así, puñaladas.
–¿Y qué te calma?
La pregunta lo desconcierta. Se queda mirando por la ventana, como si la respuesta que busca, tan escurridiza, estuviera en cualquier lado menos dentro de sí.
Tiene 15 o 50 años; es blanco o negro; su cabello es rubio, castaño, veteado de gris; lleva un arete o rechaza los accesorios. Está en buen estado físico o tiene barriga. Al igual que la chica anoréxica, puede ser varón o mujer. Pero hagamos de cuenta que es un hombre y que es judío.
La vida, que él creía que estaba marchando tan bien, en realidad no está tan bien. Bueno, es exitoso. Ha sido aceptado en una importante universidad, está por finalizar su doctorado. Tiene su negocio propio o piensa que su jefe es un tarado. Está casado o divorciado. Su esposa es maravillosa o insoportable.
Cuando no está ocupado, siente un dolor. Su capacidad para expresar qué es lo que le sucede lo ha abandonado. Al igual que la anoréxica, piensa que ha legado sus emociones a una no-existencia. Al transformar el hambre en algo totalmente diferente sufre una extraña ilusión: que está limitado en sí mismo, aislado. Pero aún así, siente dolor. Sufre de una especie de anorexia del alma.
Finalmente, habla:
–¿Calmarme? No sé. Pero, cuando veo un cuadro hermoso... por un momento me siento absolutamente feliz. Y quiero pintar.
–¿Y entonces?
Sonríe tristemente y dice:
–Me pongo a mirar el cuadro que sigue.
–¿Por qué no pintas?
–Siempre hay otra cosa...
Interrumpe lo que está diciendo. Yo espero. Y continúa:
–Cuando era niño, solía pasar delante de una sinagoga. No íbamos a ese templo, no me preguntes por qué. Los sábados iba de compras con mi madre, pasábamos delante de la sinagoga y recuerdo ver a la gente cuando salía. Los hombres conversaban, los niños reían, y las mujeres estaban juntas...
Da la impresión de que precisa mirar todo lo que hay alrededor, menos llegar a conectar su mirada con la mía.
–Pensé que sería lindo estar con ellos. Fue entonces que vino el dolor, y sentí...
–¿Ganas?
–Sí. Como al querer pintar. Y cuanto más pienso en el tema, me duele cada vez más –carraspea, aclarándose la garganta–. Es una idea estúpida. No tiene sentido, ¿verdad?
–¿Qué quieres decir?
–La religión... es algo que la gente simplemente inventa para llenar el vacío.
–¿Un vacío del alma?
–Sí, como si estuviera sentado en una montaña, mirando un atardecer. Sentirte maravillado... ponerte a pensar: “¿cómo fue que sucedió todo esto?”. Es ahí que D-os hace su entrada, y por eso es que las personas rezan. Porque saben que son pequeñas, que van a morir. Pero, si rezan, son parte de algo mucho más grande. Quizás, cuando rezan, dentro de sí llegan a esa pequeña muestra de D-os. Y no sienten el dolor.
Sorprendido por lo que ha dicho, queda en silencio. Pasan los minutos. Entonces le pregunto:
–¿En qué estás pensando?
Se ríe, pero sin alegría.
–En el almuerzo. Pero no tengo hambre. Me quedé pensando en esa fusión de empresas, en esa exposición del museo y en un nuevo restaurante que abrieron en el centro. Pero, el dolor no está en mis entrañas –una vez más vuelve a colocar el puño sobre el corazón–. Está aquí. Estoy vacío y sigo tratando de llenarme, pero no puedo.
–¿Estás tratando?
–Sí, hago muchas cosas.
Todos pueden estar ocupados pero tú, ¿te sientes realizado? Evitas alimentar tu alma, pero estoy segura de que nunca olvidas de hacer ejercicio, leer el diario, mirar las noticias, cenar, cerrar ese negocio de la bolsa, tomarte un trago, no perderte tu serie preferida. Al igual que el cuerpo, el alma necesita sus vitaminas y, al igual que tu cuerpo, es posible que tu alma no se dé cuenta de lo hambrienta que está hasta que no la escuches y la alimentes. Quieres pintar, pero sigues de largo. Ves una sinagoga, pero no entras en ella. Te maravilla el mundo y crees que D-os existe, pero no puedes rezar, no quieres rezar. Sin embargo, estás hambriento. Pero, en lugar de alimentar tu alma, te pierdes en planificar una fusión de empresas, dónde vas a almorzar, a dónde piensas ir este fin de semana. Haces cualquier cosa menos alimentarte.
–¿Por qué te matas de hambre? Tú comentabas que en la sinagoga la gente era feliz. Tú estás ocupado, pero no eres feliz. ¿Por qué no te alimentas?
–Tú me quieres decir… –se queda dudando un momento– ¿Me quieres decir que vaya?
–Toma un pincel. Ve. Aprende.
Me queda mirando fijo, como si me hubiera vuelto loca.
–¿Que yo vaya a la sinagoga? –da la impresión de estar a punto de saltar de su silla–. Ah, no, tú no entiendes. Yo no podría hacer una cosa así.
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