Todos los días, Beethoven se levantaba al amanecer y se preparaba un café. Era muy exigente al respecto: cada taza debía tener 60 granos y él los contaba uno a uno. Después se sentaba a su escritorio y componía hasta las 2 o 3 de la tarde. Luego iba a caminar, y con un lápiz y algunas hojas de partituras escribía cualquier idea que le surgiera en el camino. Cada noche después de cenar, tomaba una cerveza, fumaba su pipa y se iba a dormir temprano, a más tardar a las 10 de la noche.

Anthony Trollope, que trabajaba de día en la oficina postal, le pagaba a un muchacho para que todos los días lo despertara a las 5 de la mañana. A las 5:30, Trollope se sentaba a su escritorio y escribía durante 3 horas exactamente con el objetivo de ganarle al reloj y producir 250 palabras cada cuarto de hora. De esta manera escribió 47 novelas, muchas de 3 volúmenes, y otros 16 libros. Si terminaba una historia antes de que se cumplieran las 3 horas de trabajo, tomaba otro papel y comenzaba la siguiente.

Immanuel Kant, el filósofo más brillante de los tiempos modernos, era famoso por su rutina. Como aseguró Heinrich Heine: “Levantarse, beber café, escribir, leer, comer, caminar, todo tenía su hora y sus vecinos sabían con precisión que eran las 3:30 de la tarde porque Kant salía por la puerta de la casa con su abrigo gris y su bastón en la mano”.

Estos detalles, junto a otros 150 ejemplos provenientes de grandes filósofos, artistas, compositores y escritores, fueron tomados del libro de Mason Currey titulado Daily Rituals: How Great Minds Make Time, Find Inspiration and Get to Work.1 El argumento del libro es simple: las personas más creativas tienen rutinas cotidianas, el abono en el que crecen las semillas de la invención.

En algunos casos, los protagonistas de estas historias decidieron, para estructurar su vida y establecer una rutina, aceptar trabajos que no necesitaban. Un ejemplo típico es el del poeta Wallace Stevens, quien trabajó como abogado de seguros en la compañía de accidentes e indemnizaciones Hartford hasta que murió. Aseguraba que tener un empleo era una de las mejores cosas que le podrían haber pasado porque “produce disciplina y regularidad en nuestra vida”.

Notemos la paradoja: eran innovadores, pioneros, vanguardistas, creadores de nuevas formas de expresión, estaban llenos de nuevas ideas, además rompieron el molde, cambiaron el paisaje y se aventuraron hacia lo desconocido. Pero sus vidas eran lo opuesto, estaban llenas de rutinas y rituales. Incluso uno podría pensar que eran aburridas. Pero ¿por qué? Porque, tal como dice el famoso dicho, “el genio es un 1% de inspiración y un 99% de transpiración”. Los descubrimientos que cambian el paradigma científico, las investigaciones que pone en crisis lo establecido, las novelas brillantes y las películas premiadas son siempre el resultado de muchos años de largas horas de atención a los detalles. Ser creativos implica trabajar duro.

La vieja palabra en hebreo para trabajo duro es avodá, que también significa “servir a Di-s”. Lo que se aplica para las artes, las ciencias, los negocios y la industria también se aplica para la vida del alma. Para lograr el crecimiento espiritual se necesita un esfuerzo sostenido y una rutina diaria.

De allí los pasajes hagádicos sobre los cuales varios sabios propusieron su idea de klal gadol hatorá, “el gran principio de la Torá”. Ben Azzai dice: “Este es el libro de las crónicas del hombre: el día en que Di-s creó al hombre, lo hizo a su imagen”2 . Ben Zoma asegura que hay un principio aún más fundamental: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Pero Ben Pazzi afirma que aún hay otro mensaje más trascendental y cita un verso de la parashá de esta semana: “Ofrecerás uno de los corderos por la mañana y el otro cordero lo ofrecerás al atardecer”3 o, como decimos estos días, shajarit, minjá y maariv. En una palabra: rutina. El pasaje termina, la ley sigue a Ben Pazzi4 .

El significado de la afirmación de Ben Pazzi es claro: todos los altos ideales del mundo –la persona humana como imagen de Di-s, creer en la unidad de Di-s y el amor al prójimo– significan poco si no son convertidos en acciones habituales que se transformen en hábitos del espíritu. Podemos recordar momentos de reflexión en los cuales tuvimos una gran idea, un pensamiento transformador o vislumbramos un proyecto que cambiaría nuestras vidas. Tal vez luego nos olvidamos del pensamiento y se convierte en un recuerdo lejano o en una reflexión sobre lo que podría haber sido. Las personas que cambian el mundo en pequeños detalles o en dimensiones épicas son las que transforman las grandes experiencias en rutina, las que saben que los detalles cuentan y las que han desarrollado una disciplina de trabajo duro y sostenido en el tiempo.

La grandeza del judaísmo está en que se inspira en los altos ideales y las grandes visiones, como la imagen de Di-s, la fe en Di-s, el amor por el otro, y los transforma en patrones de comportamiento. La halajá (la ley judía) contiene una serie de rutinas que, como las de las grandes mentes, reconfiguran el cerebro, le dan disciplina a nuestra vida y cambian la manera en la que sentimos, pensamos y actuamos.

Para los de afuera, y muchas veces para los de adentro, mucho de lo que sucede en el judaísmo parece aburrido, prosaico, mundano, repetitivo, rutinario, un tanto obsesionado con los detalles y privado de inspiración. Pero eso es exactamente lo que se necesita para escribir una novela, componer una sinfonía, dirigir una película, perfeccionar una aplicación o construir un negocio de mil millones de dólares. Es una cuestión de trabajo duro, de estar enfocado y de respetar una rutina diaria. De allí es de donde viene la grandeza sostenible.

En Occidente hemos desarrollado una extraña visión de la experiencia religiosa: creemos que es lo que nos excede cuando sucede algo por fuera de la vida cotidiana, como cuando subimos a una montaña y miramos abajo o nos salvamos de milagro de un desastre. En esos momentos nos encontramos como parte de una vasta y exultante multitud. Así definió el teólogo luterano alemán Rudolf Otto (1869-1937) a “lo sagrado”: como un misterio (mysterium) tanto aterrador (tremendum) como fascinante (fascinans). Básicamente, estamos impresionados por la presencia de algo enorme. Todos hemos tenido ese tipo de experiencia.

Pero eso todo lo que son: experiencias. Residen en algún lugar de nuestra memoria, pero no son parte de la vida cotidiana. No están tejidas en la textura de nuestro carácter. No afectan lo que hacemos, lo que logramos o en lo que nos convertimos.

El judaísmo se trata de cambiarnos para que nos podamos convertirnos en artistas cuya máxima creación sea nuestra propia vida,5 y para ello necesitamos de rutinas diarias: shajarit, minjá, maariv, la comida que comemos, la manera en la que nos comportamos en el trabajo o en nuestras casas, la coreografía de la santidad, a la que contribuye especialmente la dimensión sacerdotal del judaísmo, establecida en la parashá de esta semana y a lo largo de todo el libro de Vaikrá.

Estas rutinas tienen un efecto visible. Gracias a escaneos PET y resonancias magnéticas, sabemos que la repetición de los ejercicios espirituales reconfigura el cerebro, nos da resiliencia, nos hace más agradecidos y nos da una sensación de confianza básica en la fuente de nuestro ser. Nos moldea la identidad, la forma en la que actuamos, hablamos y pensamos. El ritual es a la grandeza espiritual lo que la práctica es al jugador de tenis y la disciplina de escritura a un novelista. Es la precondición para un gran logro.

Servir a Di-s es una avodá, un trabajo arduo. Si buscamos inspiración repentina, entonces debemos trabajar en ello todos los días durante un año o durante el resto de nuestras vidas. Así es como aparece. Cuando se le pregunta a un golfista el secreto de su éxito, suele responder: “Tuve suerte. Pero lo más gracioso es que cuanto más practico, más suerte tengo”. Así, cuanto más buscamos las alturas espirituales, más necesitamos de la rutina y el ritual de la halajá, el “camino” judío hacia Di-s.