Cómo han ido cambiando las virtudes! En la Biblia, a Moisés, el héroe máximo de la tradición judía, se le describe como "un hombre muy humilde, más humilde que ninguna otra persona sobre la tierra". De acuerdo con los estándares de la actualidad, es indudable que no fue bien aconsejado. Debería haber contratado un representante, pulido su imagen, dejado caer algunas calculadas indiscreciones con respecto a sus conversaciones con el Todopoderoso y vendido su historia a la prensa en una cifra de seis ceros. Con un poco de suerte, podría haber llegado a tener su propio programa de televisión, repartiendo sabiduría a quienes quisieran desnudar su alma frente a millones de espectadores. Habría tenido sus quince minutos de fama. En lugar de eso, tuvo que conformarse con el consuelo menor de tres mil años de influencia moral.
La humildad es la virtud que en nuestros días ha quedado huérfana. Charles Dickens le asestó un golpe mortal en su retrato del repugnantemente zalamero Uriah Heep, el hombre que constantemente repetía: "Soy la persona más humilde del mundo". Sin embargo, su desaparición se produjo un siglo más tarde con el amenazante anonimato de la masificación de la cultura junto con la pérdida de barrios y congregaciones. Una comunidad es un sitio de amigos. La sociedad urbana es un paisaje de extraños. Aún así, hay una irrefrenable necesidad de reconocimiento. De las distintas maneras de 'hacer una declaración' dirigida a aquellos que no conocemos, pero de quienes esperamos que tomen nota de ella, surgió una cultura. Las creencias dejaron de ser confesiones hechas en plegarias y se convirtieron en consignas que adornan camisetas. Se desarrolló un extenso repertorio de señalización de la individualidad, desde placas de matrículas personalizadas, vestimentas atrevidas, a etiquetas de diseñadores que se llevan en la parte exterior de la prenda, no colocadas en la parte de adentro. Se puede identificar toda una transformación cultural en movimiento gradual de prestigio a fama, a celebridad hasta llegar a ser famoso simplemente por serlo. La doctrina de la actualidad es, "si lo tienes, osténtalo". La humildad, la actitud de ser humilde no tiene la más mínima chance.
Es una lástima que hayamos llegado a este punto. Entre todas las virtudes, la humildad -la verdadera humildad- es una de las más extendidas y que más enriquecen nuestras vidas. No significa que debes subestimarte. Significa valorar a los demás. Señala una positiva actitud de apertura a la grandiosidad de la vida y a la voluntad de sorprendernos y elevarnos por la bondad, dondequiera que la podamos encontrar. Aprendí la humildad de mi fallecido padre. Tenía cinco años cuando llegó a este país, desde Polonia, huyendo de las persecuciones. Su familia era pobre y para mantenerla tuvo que abandonar los estudios a los catorce años. Desde ese momento fue autodidacta. Pero amaba la excelencia, ya fuera en el campo o cualquiera fuera la forma en que se presentara. Sentía pasión por la música clásica y la pintura, y su gusto literario era impecable, mucho mejor que el mío. Era una persona entusiasta. Tenía -y esta característica era lo que yo tanto valoraba- la capacidad de admirar, de quedar asombrado. Pienso que es esa capacidad lo que constituye la mayor parte de la humildad, poder estar abierto a algo más grande que uno mismo. La falsa humildad es la pretensión de que somos pequeños. La verdadera humildad es tener conciencia de estar frente a la grandeza, y es por eso que es la virtud de los profetas, de aquellos que sienten vívidamente la cercanía de D-os.
Cuando era joven y estaba lleno de preguntas con respecto a la fe, viajé a los Estados Unidos donde vivían eminentes rabinos. Conocí muchos, y también tuve el privilegio de conocer al mayor líder judío de mi generación, el desaparecido Rebe de Lubavitch, el Rabino Menachem Mendel Schneerson. Heredero del liderazgo dinástico de un grupo relativamente pequeño de místicos judíos, durante la segunda guerra mundial había logrado escapar de Europa, radicándose en Nueva York. Convirtió los deshilachados retazos de su comunidad en un movimiento mundial. Dondequiera que estuve escuché relatos, muchos de ellos casi milagrosos, acerca de su extraordinario liderazgo. Era, según me dijeron, uno de los líderes carismáticos más sobresalientes de nuestros tiempos. Resolví tratar de conocerlo.
Y lo hice, quedando absolutamente sorprendido. Realmente no era carismático en el sentido convencional de la palabra. Era una persona serena y modesta. De no haber sido por el profundo respeto que le manifestaban sus discípulos podría haber pasado desapercibido. Pero, fue ese encuentro el que cambió mi vida. El Rebe era una personalidad conocida en el mundo entero. Yo era un anónimo estudiante que vivía a tres mil millas de distancia. Aún así, en su presencia llegué a sentirme como si fuera la persona más importante del mundo. Me pidió que le hablara de mí; escuchó cuidadosamente; me desafió a convertirme en un líder, algo en que jamás había pensado antes. Rápidamente me di cuenta que él creía más en mí que yo mismo. Cuando salí, me sobrevino la sensación que la habitación había estado llena de mi presencia y de su ausencia. Quizás esto sea lo que significa escuchar, que es considerado como un acto religioso. Fue entonces que percibí que la grandeza puede ser medida por lo que proyectamos de nosotros hacia afuera. No había grandeza en su conducta, tampoco falsa modestia. Era sereno, digno, majestuoso; un hombre que proyectaba humildad, te recogía en su abrazo y te enseñaba a buscar.
La verdadera virtud no necesita publicitarse a sí misma. Es por eso que encuentro tan triste el envase agresivo de la personalidad. Habla de soledad, de la profunda y endémica soledad de un mundo sin relaciones de fidelidad y confianza. Por último, es testigo de una pérdida de fe, una pérdida de esa confianza, tan preciosa para las generaciones pasadas, de que más allá de las superficies visibles de este mundo hay una Presencia que nos conoce, nos ama y toma nota de nuestras acciones. ¿Qué más podemos necesitar sintiéndonos seguros de esa confianza? Oficiando en un entierro o visitando a los dolientes, una y otra vez he descubierto que el fallecido había llevado una vida de generosidad y bondad de la que ni sus parientes más cercanos tenían conocimiento. Llegué a la conclusión, inimaginable antes de que se abriera esta ventana a los mundos privados, que la amplia mayoría de las buenas o nobles acciones se hacen calladamente, sin el deseo de un reconocimiento público. Esto es la humildad, y es una gloriosa revelación del espíritu humano.
Por lo tanto, la humildad es más que una mera virtud, es una forma de percepción, un lenguaje en el cual el "Yo" es tan silencioso que puedo escuchar el "Tú", el llamado sin palabras del lenguaje humano, el susurro Divino que habita todo lo que se mueve, la voz del otro que me llama para redimir su soledad con el roce del amor. La humildad es lo que nos abre al mundo.
¿Importa que no esté dentro de los límites de nuestra actualidad? La verdad es que la belleza moral, al igual que la música, siempre emociona a quienes pueden escuchar por encima del ruido. Podrán no estar de moda las virtudes, pero nunca estarán fuera de época. Aquellas cosas que llaman la atención sobre sí mismas nunca son interesantes por mucho tiempo, por lo que nuestro período de atención se hace más corto cada año. La humildad -el polo opuesto a la "publicidad sobre uno mismo"- siempre logra dejar un brillo prolongado. Nos damos cuenta cuando hemos estado en presencia de alguna persona en la que late la presencia Divina. Nos sentimos afirmados, engrandecidos y con buena justificación. Hemos podido conocer a alguien que, sin tomarse en serio a sí mismo, nos ha mostrado qué es tomar con absoluta seriedad todo aquello que no es "Yo".
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