Estimado Rabino:
Soy padre y no tengo idea de cómo educar a un niño judío. Lo único que sé es que no tengo que hacer lo que hizo mi padre, y eso es precisamente lo que termino haciendo… Mi deseo es que mi hijo crezca fuerte en su judaísmo y con confianza en sí mismo.
Un padre
Shalom querido padre:
Lo único que tienes que saber es lo que dicen dos breves frases: el primer diálogo entre un padre y su hijo que aparece en la Torá escrita:
Y entonces, Isaac le dijo a su padre: “¿Padre mío?”.
Y Abraham dijo: “Heme aquí, hijo mío”.
Hay más, pero acá tenemos que hacer un alto para poder ver la imagen completa.
Ya habíamos encontrado esas mismas palabras antes ‒una sola vez‒, al comienzo de este mismo relato. Abraham le responde a su hijo con las mismas palabras que él uso antes para responderle a Di-s:
Y sucedió después de todas estas cosas que Di-s puso a prueba a Abraham, y Él le dijo: “¡Abraham!”, y Abraham respondió: “Heme aquí”.
Y entonces, Di-s le pide a Abraham que haga algo que va en contra de cada una de las células de su cuerpo y de su alma: que endurezca su corazón, que apague la mente, que tome a su hijo y “lo eleves como sacrificio en una de las montañas que te mostraré”.
Los hombres conocen la modalidad. El entumecimiento. Tengo que hacer lo que tengo que hacer. Lo hacemos cuando vamos a la guerra y cuando vamos al trabajo, cuando despedimos a un empleado y cuando disciplinamos a un hijo. Adentro de nosotros una vocecita grita: ¡Este no soy yo! ¿Cómo soy capaz de hacer algo así? Simplemente, le decimos a esa vocecita que se calle para que podamos terminar con el trabajo.
Todos pasamos por esto alguna vez. En el trabajo, tienes una fecha límite. Una reunión importante por un contrato de envergadura. Los “pesados” de siempre, que te vuelven loco. Las horas pico en el tránsito, que te hacen estallar los nervios. Las 7.30, a la mañana siguiente, y no quieres ir. Ni una sola célula de todo tu cuerpo quiere ir, pero tienes que ir.
Está bien, ese no eres tú; tú eres un hombre de familia con prioridades familiares. Sin embargo, para alimentar a la familia, uno tiene que hacer sacrificios. No sientas lo que sientes. No pienses lo que piensas. Si lo haces, te volverás loco. Ahoga esa voz que tienes adentro. Sé un hombre, como siempre fueron los hombres desde que sus pies tocaron la tierra fría y dura. Simplemente, hazlo.
El papá que hay dentro de ti se apaga. Y junto con él, también sus hijos.
“¿Papá?”.
“¿Papá?”.
“En este momento estoy ocupado”.
“¿Papá?”.
“Lo lamento, querido, estoy ocupado. Ve a hablar con mamá”.
Eso es lo que este mundo estrafalario es capaz de hacerle a un hombre: mientras provee a su familia, la sacrifica en su propio altar.
Y aquí está Abraham, en medio de su prueba más grande. Solamente puede centrarse en una sola cosa: hacer lo que se le mandó. Y allí es donde él está en un ciento por ciento. Después de todo, no se trata meramente de ganarse el sustento. Acá se trata de escuchar la voz de Di-s y, además, lo está llamando Isaac, quien no está seguro de que su padre realmente esté allí.
“¿Papá?”.
“Heme aquí, hijo mío. Yo, totalmente. Para ti, totalmente. ¿Qué pasa?”.
Tal vez, esa haya sido toda la prueba. Tal vez, solamente con eso Abraham demostró que era digno de ser el padre de la Nación que traería al mundo la compasión de Di-s.
Tal vez. Pero hay algo que sí sé con certeza: con esas palabras, Abraham le pasó la antorcha a la siguiente generación, porque cuando Isaac vio que su padre estaba totalmente junto a él de la misma manera y en la misma medida que estuvo junto a Di-s cuando Di-s le habló, entonces estuvo dispuesto a estar totalmente junto a su padre y al Di-s de su padre.
Esas palabras son lo único que tienes que saber para ser un verdadero papá judío. El resto ya va a venir solo.
“Heme aquí, hijo mío. Todo para ti”.
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