Eran las tres de la mañana, y el salón de clases en la universidad de Wharton estaba repleto de estudiantes revisando sus apuntes y escribiendo furiosamente en sus laptops todo dato que ayudase en nuestra evaluación final trimestral. Cuatro de nosotros nos sentamos apiñados en una esquina del pizarrón, alrededor de nuestro tutor de física, un brillante graduado de ingeniería. Él estaba obviamente obsesionado con la física, meticulosamente dando explicación a cada pequeño detalle e implicación de las fórmulas que estábamos aprendiendo. Nuestro examen final tendría lugar al día siguiente, para ese momento de la madrugada todos estábamos comenzando a perder la concentración. Mire hacia mi libro de texto y luego hacia el pizarrón donde nuestro tutor describía los treinta pasos para resolver la ecuación. Yo no entendía su explicación en absoluto.
Y entonces le dije: “Escucha Sean, no creo que sea necesario que conozcamos en detalle todos estos pasos para el examen final. ¿Podrías por favor simplificarlo a dos o tres pasos?
Sean paró por un momento de escribir y nos miró sorprendido y dijo: “Ok, lo intentaré”. Sean entonces comenzó a descomponer los treinta pasos en unas veinte ecuaciones. No pude contenerme más. Eran casi las cuatro de la mañana y no habíamos logrado resolver ni siquiera la mitad de la hoja de repaso.
Una vez más le rogué: “Resúmelo a dos pasos!, dos pasos por favor Sean”
Él se dio vuelta lentamente y se sentó en el escritorio, mientras me miraba. Entonces dijo algo que nunca olvidaré.
“Tarde o temprano en sus vidas, entenderán que los respuestas no vienen de dos o tres pasos. Usualmente toma al menos cincuenta pasos para las cosas más sencillas. Si se impacientan tanto no apreciarán cada paso y nunca aprenderán realmente, perdiendo además la oportunidad de apreciar la belleza implícita en cada paso”.
Todos permanecimos allí sentados en un silencio sepulcral, hasta que uno de mis compañeros comenzó a reír histéricamente, producto del agotamiento que sentía.
“Pero Sean, ninguno de nosotros estará en capacidad de resolver el examen de esta manera. Mira la hoja de repaso! Hemos resuelto un solo problema! Uno solo!
Sean miró despectivamente la hoja de repaso. “La hoja de repaso no es el problema”, mientras se daba vuelta hacia el pizarrón nuevamente.
“Si se impacientan tanto no apreciarán cada paso y nunca aprenderán realmente”. Medité sobre esta frase por años mientras me esforzaba por madurar. La universidad fue todo un desafío; así también escuchar a quienes enseñaba o bien acudían a mi consulta; ello me obligó a encontrar la paciencia que aún no tenía. El matrimonio fue aún más difícil, aprender amar y darse a otra persona me exigió ir paso a paso más que en otras anteriores experiencias de vida. La maternidad me doblegó completamente. A un bebé le importa poco cuáles son tus planes para el día siguiente, o peor aún, para la siguiente hora. Un infante deseando vestirse de su cuenta definitivamente no cuadra en ningún horario. Un niño haciendo sus tareas de la escuela o jugando con amigos requiere más paciencia y calidez que cualquier otro asunto. He luchado y me he equivocado. Pero me repuse y construí mis caminos hacia la paciencia dentro de mi alma. De otra forma no hubiese apreciado jamás cuan bella es cada parte, eso me repito una y otra vez.
Un día, mi hija mayor, de tan solo cinco años, llegó a casa con un regalo en sus manos. Esa semana, ella había obtenido su primera mesada. Se fue acercando tímidamente, aún con su mochila sobre los hombros y me extendió el regalo envuelto y dijo:
“Ima (mamá), compré esto para ti con mi mesada, porque eres una Ima tan buena”. Sentí lágrimas brotar de mis ojos mientras abría aquel regalo. Una vela blanca con adornos dorados y a un lado una pequeña nota con letras coloreadas y escritura algo desordenada que decía “Gracias”. La abracé sin poder emitir palabra alguna, sosteniendo aquella vela como si fuese el diamante más caro del mundo. La coloqué en un lugar seguro y aún la conservo. Cada cierto tiempo la saco de su lugar y la observo, porque me recuerda ser paciente y agradecida por cada paso de la vida.
La verdadera prueba de evaluación se nos aplica diariamente ¿Verdaderamente soy agradecida? ¿Logro ver la verdadera belleza de cada respuesta?
A través de los años, he aprendido que existen tres mitos acerca de la gratitud:
1.La gratitud necesita una ocasión.
La mayoría de nosotros está consciente que la gratitud es importante, pero muchos también incurrimos en el error de pensar que es necesario que algo extraordinario suceda en nuestras vidas para ser agradecidos: Una gran ganancia, el nacimiento de un niño, la negociación que hemos llevado a buen término. Pero más allá de estos ejemplos, existen cientos de razones diarias para mostrar gratitud. Cada acontecimiento, por más ordinario que nos pudiese parecer, esconde una grandeza en sí mismo.
El judaísmo inculca el valor del agradecimiento a través de las bendiciones que se recitan diariamente. Damos gracias a D-os por todo; hasta un simple vaso de agua nos brinda la oportunidad de hacer una pausa y agradecer.
2.Es espontánea.
Muchos esperamos sentirnos agradecidos antes de comunicarlo al benefactor, ya sea agradeciendo directamente a otra persona, o bien a D-os a través del rezo. Pero como el crecimiento o el aprendizaje, la gratitud no vendrá por sí sola. Necesita estar infundida de intención y ser previamente planificada. Es por ello que la Torá nos enseña a rezar aunque no estemos particularmente inspirados, ser agradecidos aunque no estemos pasando por un buen momento. Podemos trabajar en cultivar el sentimiento de agradecimiento; si buscamos con atención las bendiciones que recibimos a diario, podremos verlas con facilidad aún en los momentos difíciles que nos toque atravesar.
3.La gratitud puede ser silenciosa.
El solo hecho de sentirnos agradecidos no nos convierte en personas que practican la gratitud. Nuestra pareja puede no saber cuan agradecidos le estamos al menos que se lo digamos. Nuestros compañeros de trabajo pueden no estar en conocimiento de nuestro agradecimiento hacia ellos, al menos que se lo hagamos saber. Debemos habituar a nuestros hijos a escuchar palabras de agradecimiento. Y si bien D-os no requiere nuestro agradecimiento, nosotros si necesitamos escucharnos a nosotros mismos agradeciéndole.
Por ello el judaísmo nos regala el sidur (libro de rezo), el cual contiene las palabras precisas para verbalizar nuestros pensamientos. La Tora nos enseña cómo decir gracias desde el momento mismo en que despertamos por la mañana, a través del diario acontecer y justo antes de retirarnos a descansar en la noche. Damos gracias por la vida, por la belleza de la naturaleza que nos rodea, gracias por cada paso y las respuestas que se nos van revelando.
Particularmente doy gracias por la vela que en señal de agradecimiento me regaló mi pequeña hija, pues por medio de esa sencilla vela, he aprendido cuanto podemos crecer y cuan maravilloso es el viaje de la vida.
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