El espejo era grande y cuadrado, con un ancho marco de oro, cincelado con bellos diseños de hojas y flores. Todos los que veían el espejo lo admiraban, pero todos también advertían que no era perfecto. Verás, en una de las esquinas la base plateada había sido raspada, así que en esa parte el espejo era simplemente vidrio. La gente comentaría su belleza para luego decir, "¡Que pena! Que lástima que el espejo esté dañado." Para sorpresa de todos el dueño del espejo les decía a todos que había sido él mismo quien había raspado, a propósito, la cubierta plateada. ¿Pueden imaginarse ser dueños de un espejo tan costoso, una obra de arte y arruinarla? Pero permítanme contarles la historia del espejo.

Muchos años atrás, en un pequeña ciudad de Polonia, vivía un hombre llamado Abraham. Era dueño de una pequeña tienda y ganaba apenas dinero suficiente para mantener a su familia. No era un hombre rico pero tampoco era un hombre muy, muy pobre. Tenía tan solo unos pocos clientes. A veces salían sin comprar nada porque Abraham no tenía muchas cosas para que eligieran. Se iban a las tiendas grandes donde podían encontrar lo que deseaban.

Abraham estaba feliz con su vida. A pesar de no ser rico, siempre tenía suficiente para compartir con otros. Nadie que visitara su hogar se iba hambriento. Cada vez que una persona pobre necesitaba ayuda, Abraham siempre encontraba dinero para darle. Abraham y su esposa vivían una vida muy sencilla. Su hogar era pequeño. La casa realmente necesitaba una mano de pintura, pero nunca había dinero suficiente para ello. Sus muebles eran viejos por la misma razón. Las cortinas de la ventana probablemente habían sido lavadas unas cien veces. Abraham y su esposa no tenían alfombras en su piso. Sus ropas eran sencillas, y no compraban cosas nuevas a menudo. Muchos de sus platos y tazas estaban astilladas y quebradas. La comida que consumían era simple.

Si, no era un hogar muy lujoso. Pero era un hogar verdadero. Era un lugar cálido y feliz. Todos se sentían cómodos y relajados alli. Abraham recibía muchas visitas porque todos sabían que era amable y que le gustaba ayudar.

Un día estaba, Abraham, parado en la entrada de su pequeña tienda esperando por los clientes. De pronto notó a un desconocido caminando hacia su tienda. Abraham vivía en una ciudad pequeña, así que conocía a toda la gente del lugar. Cuando el desconocido estuvo cerca de su tienda, Abraham le preguntó cómo podía ayudarlo. "Quizá quiera venir a mi casa y descansar un rato? le dijo. "Si tiene hambre, por favor sea mi invitado. Si tiene sed, por favor venga conmigo por una bebida. ¿Podría ser que necesite dinero? Nosotros lo ayudaremos."

La invitación de Abraham era tan cálida y amistosa que el desconocido decidió parar en su casa a descansar.

Lo que Abraham no sabía era que éste no era un desconocido cualquiera. Era un muy santo, sabio y famoso Rebe de una ciudad lejana. Estaba en camino a un casamiento y sucedió que pasó por la ciudad de Abraham. El Rebe era un hombre importante y mucha gente en Polonia viajaba grandes distancias para escuchar sus sabias palabras, pedir una bendición o un rezo en tiempos de necesidad. Hubiera sido un gran honor para cualquier hogar tener a este Rebe como huésped.

El Rebe pronto notó la amabilidad y generosidad de Abraham. El conocía a muchas personas ricas que podrían haber ayudado a los pobres con mayor facilidad que Abraham, pero que hacían mucho menos que él. El Rebe disfrutó su corta estadía. Antes de irse bendijo a Abraham con riquezas, para que pudiera continuar ayudando a los pobres y los necesitados con mayor facilidad.

Después que el Rebe se fué, la tienda de Abraham, de pronto, se volvió un lugar muy ajetreado. Todo el día entraban clientes. Todos encontraban lo que deseaban y los clientes ya no dejaban su tienda para ir a comprar en otra. Con el paso de cada día, Abraham tenía más clientes nuevos y más dinero para llevar a casa. Pronto tuvo que agrandar su tienda para acomodar a todos sus nuevos clientes. Luego de un tiempo, Abraham se convirtió en un gran comerciante, muy importante y rico. Se convirtió en uno de los hombres más ricos de la ciudad. La bendición del Rebe, para que Abraham enriqueciera se había cumplido.

Ser rico parece muy bueno cuando uno es pobre. La gente a veces piensa que si fuesen ricos la vida sería hermosa. Pero ser rico puede ser también un problema. Ahora que tenía una tienda grande, Abraham tenía mucho mas trabajo también. Le preocupaba que entraran ladrones a su tienda o a su hogar. Se preocupaba por su negocio. Quería que su tienda siguiera creciendo. Quería un hogar muy hermoso. Quería ropa nueva y elegante. Como estaba ocupado con su tienda, Abraham, encontraba menos tiempo para estudiar la Torá e ir al Shul a rezar. Ni siquiera tenía tiempo de molestarse con la gente pobre. Abraham solamente podía ser visto con una cita especial. Le dijo a sus secretarios que le dieran dinero a los necesitados que venían por su ayuda, pero Abraham no tenía tiempo para escuchar sus historias o problemas.

Abraham y su esposa construyeron una casa nueva que casi parecía un palacio. Tenía muchos ambientes y todos eran grandes y hermosos. De las ventanas colgaban suaves cortinas de terciopelo. Los pisos estaban cubiertos de gruesas alfombras. Las paredes estaban empapeladas. La cocina estaba llena de sartenes y cacerolas nuevas. Había mucha loza fina en los aparadores. Todos los muebles eran nuevos y caros. La mesa del comedor era de madera brillante. Los sillones del salón eran suaves y mullidos. De las paredes colgaban pinturas de verdaderos artistas. Y en una pared del salón había colgado un espejo enorme. Era tan grande que cubría casi toda la pared. El espejo tenía alrededor un ancho, grueso marco de oro. Nadie más en la ciudad tenía un espejo tan fino. Todos los que lo veían hablaban de su belleza. Era una verdadera obra maestra.

Había muchos sirvientes en la nueva casa. Pero esta casa era tan elegante que Abraham no quería dejar que entraran mendigos y gente pobre. Desconocidos ya no eran invitados a comer. Los sirvientes abrían la puerta para darle algún dinero a los necesitados pero eso era todo.

"Abraham está distinto," decía la gente. "Cambió desde que se volvió rico. ¡Que lástima! Siempre era tan bueno y amable y mírenlo ahora. Ya no tiene tiempo para ninguno de nosotros." Y sacudían sus cabezas tristemente recordando los buenos viejos tiempos cuando Abraham nunca estaba demasiado ocupado para ayudar a los demás.

Pasó el tiempo. Un día un mensajero vino a visitar a Abraham. Había sido enviado de muy lejos por el Rebe que había bendecido a Abraham con riquezas. La noticia de la buena fortuna de Abraham había llegado a oidos del Rebe y ahora necesitaba de su ayuda. Un hombre Judío inocente había sido encarcelado bajo cargos falsos y se necesitaba una gran suma de dinero para su rescate. Abraham, por supuesto, estaba feliz de ayudar. Le dió al mensajero el dinero y lo despidió con buenos deseos de un seguro retorno a casa. También le envió sus saludos al Rebe.

El mensajero había completado su tarea, pero no se sentía feliz. Le había sido difícil hablar con Abraham en persona. Sus secretarios no habían querido dejar entrar a un extraño a la oficina privada de Abraham. Éste le había dado el dinero, pero no lo había invitado a su casa para comer algo y descansar. El mensajero estaba sorprendido. El Rebe había elogiado a Abraham y a menudo hablaba de su hospitalidad y su manera caritativa. El mensajero no podía entender que había pasado.

Cuando llegó de vuelta a lo del Rebe, le dió el dinero y le contó todo sobre su viaje. El Rebe, triste, sacudió su cabeza. Él comprendió que Abraham, el hombre pobre, tenía un corazón de oro, pero Abraham, el hombre rico, con todo su oro, parecía tener un corazón como de piedra. El Rebe decidió visitar a Abraham para ver que se podía hacer.

Cuando el Rebe llegó a la casa de Abraham, éste lo recibió cálidamente y lo invitó a pasar a su hogar. Esta casa era muy diferente a la que Abraham habitaba cuando el Rebe lo había visitado antes. Era grande y hermosa pero estaban ausentes la calidez y la amabilidad que uno había sentido en el sencillo y viejo hogar. El Rebe caminó sobre la pesada alfombra. Vió las costosas pinturas. Miró a los caros muebles y las cortinas hechas con el mas fino y suave terciopelo. Y entonces notó el espejo. Miró su brillante marco de oro. Era el espejo más grande que había visto en su vida.

"¿Bastantes cambios, no es así?" dijo Abraham con una complacida sonrisa en los labios. "Y ese espejo," continuó "es mi tesoro favorito. De todas las cosas bellas que poseo, la que más me gusta es el espejo. Costó una gran cantidad de dinero, pero valía la pena. Es una verdadera obra maestra, una obra de arte, ¿no es verdad?" dijo volviéndose hacia el Rebe.

"Si," contestó el Rebe. "Bastantes cambios. Bastantes cambios." Esto lo dijo suavemente, en una voz baja y seria, su cara lucía triste.

De pronto, El Rebe llamó a Abraham. "Ven aquí," le dijo y le pidió que se acercara al espejo y se parara enfrente del mismo. Luego el Rebe se alejó un poco y le pidió a Abraham que le dijera que veía.

Abraham estaba perplejo por ésto, pero contestó, "A mí mismo. Eso es lo que veo en el espejo. Mi reflejo—es todo lo que puedo ver."

"Mira de cerca," le dijo el Rebe. "¿Qué más ves?"

"Veo mis preciosos muebles reflejados en el espejo. Veo mis cuadros, veo mis alfombras y cortinas. Puedo ver muchas cosas en mi hermosos hogar," le contestó Abraham.

El Rebe caminó, entonces, hasta la ventana con Abraham. Descorrió las cortinas y le dijo a Abraham que mirara hacia afuera, a la calle. La casa de Abraham estaba en una gran calle y los transeúntes pasaban todo el tiempo. Como era una ciudad pequeña, Abraham conocía a la mayoría de los que pasaban por su casa. El Rebe le hizo muchas preguntas acerca de la gente que veían. Abraham le dijo que la mujer con la cesta era una viuda pobre con muchos niños pequeños. Ella esperaba que gente amable pusiera comida para su familia en la cesta. Le contó al Rebe sobre Bentze, el aguatero, que se estaba poniendo viejo y encontraba difícil cargar el agua. Le señaló a Yankel el sastre, un buen Judío que iba al Shul todos los días, pero que era muy pobre y nunca tenía suficiente dinero para su familia.

Abraham, se estaba preguntando por qué el Rebe le estaba haciendo todas esas preguntas. El Rebe era un hombre serio, nunca tenía tiempo para desperdiciar. ¿Por qué sentía tanta curiosidad por esas personas?

Entonces el Rebe le dijo a Abraham, "¿Es extraño, no es así? Tanto un espejo como una ventana están hechos de vidrio, sin embargo son tan diferentes."

"¿ Qué quiere decir ?" le preguntó Abraham.

"Bueno," dijo el Rebe, "cuando miraste al espejo sólo podías verte a tí mismo y tus pertenencias. Podías ver mucho más al mirar por la ventana. Ahí podías ver a todos tus vecinos y amigos de toda la ciudad."

"Eso es verdad," dijo Abraham. "Un espejo y una ventana, ambos están hechos de vidrio. La ventana es transparente. La luz puede pasar a través de ella. Es clara y se puede ver todo a través de ella. El espejo, en cambio, está recubierto de plata de un lado. Los rayos de luz no pueden atravesarlo, por eso un espejo solo puede reflejar lo que está enfrente a él."

"Ahora entiendo," dijo el Rebe inclinando la cabeza. "Ahora entiendo." El pedazo de vidrio sencillo es transparente, se puede ver de un lado al otro, permitiéndote ver a otros y sus vidas. Pero cuando está recubierto con plata, entonces sólo puedes verte a tí mismo. Hum, muy interesante. ¿Es realmente bastante fantástico, no? ¿Ahora, te parece que puede funcionar al revés también? ¿Podrías tomar un espejo y rasparle la plata para que pudieras ver a todos en lugar de a tí mismo?

Los ojos de Abraham se llenaron de lágrimas. Se sentía tan avergonzado. Finalmente, estaba comenzando a entender todo lo que le había pasado desde que se había vuelto rico.

Esa noche, Abraham ofreció una gran fiesta en su casa. Toda la ciudad estuvo invitada, especialmente todos los pobres. Todos pasaron un buen momento. Entonces Abraham pidió que hicieran silencio. Dió un corto discurso y les pidió disculpas a todos. Les dijo a sus invitados que estaba arrepentido de la forma en que había actuado desde que había enriquecido. Su vida sería diferente ahora. Prometió que sus puertas estarían siempre abiertas para todos y que nunca estaría demasiado ocupado para ayudar a quienes lo necesitaran.

Después que se retiraron todos los invitados, Abraham fué hasta su hermoso espejo y raspó la cubierta de plata en una de las esquinas. No paró hasta que esa parte estuvo clara como el vidrio. Sólo entonces estuvo satisfecho.

Por Chanah Zuber Scharfstein, de El LLamado del Shofar, editado por Nissan Mindel