La idea común acerca del Satán se deriva de la idea cristiana del “diablo”, una fuerza maligna en el mundo, independiente, opuesta y enfrentada a Di-s.
A diferencia del cristianismo, el judaísmo no cree en el diablo ni en que el mal tenga ningún poder independiente. En su lugar, la palabra hebrea satán significa “aquel que desvía a la gente”.
Esta interpretación se basa en la raíz etimológica de satán, sat, que significa “desviar”. En consecuencia, el papel del Satán es atraer a las personas para que actúen fuera del carácter espiritual, o con shtut, “necedad”, porque “una persona no comete un pecado a menos que sea vencida por la necedad”.1
Esto lo vemos reflejado en toda la Torá. Por ejemplo, algunos comentaristas bíblicos2 afirman que la serpiente que engañó a Adán y Eva para que cometieran el primer pecado de la humanidad era el Satán. Según un fascinante Midrash, el Satán, disfrazado de anciano en el camino, intentó repetidamente disuadir a Abraham de que siguiera las instrucciones de Di-s de sacrificar a su hijo Isaac como ofrenda, pero fue en vano. Además, el Talmud sugiere que el rey David nunca habría estado en la situación con Betsabé que le fue contada como pecado de no haber sido por la intromisión del Satán.3
En todos estos ejemplos, entre muchos más, el Satán se aparece a quienes se encuentran en medio de luchas existenciales o espirituales y trata de llevarlos por el mal camino.
Sin embargo, es esencial señalar que, según el judaísmo, el Satán no es una entidad independiente con su propia agenda; más bien, es una fuerza Divina que se despliega para seducir a la gente a pecar.
La pregunta obvia es: ¿Por qué? ¿Por qué existe el Satán? ¿Por qué Di-s crearía y emplearía una fuerza para llevarnos por mal camino?
Para responder a esta pregunta fundamental, el Talmud4 comenta las acciones de dos infames personajes bíblicos, Penina y el Satán, afirmando que, en lugar de ser inherentemente “malvados”, en realidad ambos estaban motivados para actuar por el bien del cielo.
Penina, quien repetidamente hizo llorar a su co-esposa Jana porque esta no tenía hijos, lo hizo para impulsar a Jana a rezar a Di-s desde lo más profundo de su corazón y que se le concediera un hijo. El Satán, que afligió notoriamente a Job, lo hizo en un intento de debilitar su fe para que Di-s no olvidara Su amor por Abraham en medio de Su afecto por Job.
En ambos casos, vemos a personajes que actúan de formas que comprometen y afectan a los demás. A primera vista, por tanto, sería fácil denigrarlos a ellos y a sus intenciones.
Sin embargo, el Talmud nos enseña algo más profundo.
Di-s nunca está ausente de nuestros asuntos, e incluso las personas o circunstancias que parecen “malas” o “desafortunadas” surgen de Di-s con un propósito: la realización de nuestro potencial último. Desde esta perspectiva, el Satán no tiende trampas para que caigamos en ellas, sino que nos pone pruebas para que las superemos y aprendamos de ellas.
Otra forma en que el Talmud describe al Satán es como el ietzer hará, la inclinación negativa, un contrapeso interno a la inclinación al bien, ambas bajo el control de la persona. Más que alguien o algo externo a nosotros, el Satán, entendido de esta manera, es parte de nuestra constitución psicológica y espiritual. Al igual que en los relatos e ideas anteriores, nuestra inclinación negativa no es una aberración, sino un elemento necesario de lo que somos. Sin ella, la humanidad perdería su libre albedrío y, según una enseñanza del Midrash, incluso el deseo de ser creativa y productiva.
En palabras de nuestros Sabios,5 “Si no fuera por la inclinación negativa, nadie construiría una casa, ni tendría hijos, ni se dedicaría al comercio”.
De hecho, por eso, según el Midrash, la Torá dice:6 “Y vio Di-s todo lo que había hecho y, he aquí, era muy bueno”. “Bueno” se refiere a la inclinación buena, mientras que “muy bueno” se refiere a la inclinación negativa.7
Para ilustrar tanto el papel engañoso como el productivo que desempeña el Satán en nuestra vida espiritual, el Zohar8 relata una parábola sobre un rey sabio que, buscando poner a prueba los límites de la moralidad de su hijo, contrata a una ramera para que seduzca al príncipe. Aunque la ramera hace todo lo posible por atraer al joven príncipe, el objetivo último del rey al contratarla no es que ella tenga éxito en sus seducciones, sino que el príncipe resista sus insinuaciones.
En una línea similar, el Baal Shem Tov cuenta una parábola9 sobre un noble de alto rango y consejero cercano a un rey que viajó por el campo llamando a levantar un ejército para rebelarse contra el rey. Su encanto y carisma cautivaron los corazones de la gente, y muchos se unieron a sus filas.
Un día, se encontró con una aldea de sabios. Después de oír todo lo malo que habló contra el rey, los sabios aldeanos le respondieron con incredulidad: “Nuestro rey es tan grande que no puede ser verdad que alguien que lo conoce tan bien como tú se le oponga o trate de rebelarse contra él. Esto debe de ser un truco del propio rey para poner a prueba nuestra lealtad”.
Del mismo modo, una persona verdaderamente sabia reconoce que Di-s está en todas partes, es responsable de todo lo que sucede y siempre actúa únicamente en su beneficio. Con esto en mente, uno puede ver más allá de las seducciones del Satán y reconocer los tortuosos designios como las pruebas que realmente son, destinadas a revelar la profundidad de nuestro compromiso con nuestro Padre en el Cielo.
El Satán es el agente encubierto de Di-s. Cuando reconocemos que sus estratagemas son en realidad una farsa y ni siquiera reflejan el verdadero deseo del propio Satán, esto nos ayuda a tomarlas menos en serio y a verlas como lo que son: una oportunidad para que nos elevemos por encima de nuestra posición actual y nos probemos a nosotros mismos ante tal adversidad.
La gran idea
El Satán es un agente, no un adversario de Di-s, cuya función es poner a prueba nuestra integridad espiritual, más que pillarnos o hacernos caer en el pecado.
Sucedió una vez
Un rey tenía un hijo único al que quería mucho. Por eso le advirtió que no se acercara a ninguna mujer promiscua, no fuera a ser considerado indigno de entrar en el palacio de su padre. Al oír esto y sabiendo lo mucho que su padre le quería, el príncipe declaró su lealtad a su padre y prometió que nunca actuaría en contra de sus deseos.
Pasaron los días y el rey quiso dar el reino a su hijo. Para ello, sin embargo, el rey tenía que probar primero la lealtad de su hijo.
Contrató a una hermosa cortesana para que intentara seducir a su hijo y ponerlo así a prueba. Si el príncipe era capaz de superar la seducción de sus encantos y la alejaba, manteniendo así su lealtad al rey, su padre se regocijaría doblemente con su hijo y lo llevaría a las cámaras interiores de su palacio. Le colmaría de preciosos regalos. Una vez que el hijo pasó la prueba, podemos preguntarnos: ¿Quién ocasionó todo el honor para el hijo del rey? ¿No fue la cortesana? ¿No debería ser alabada por sus esfuerzos?10
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