Cierta vez, un pescador pescó un salmón. Al ver su extraordinario tamaño exclamó: “¡Maravilloso! Se lo llevaré al Barón. El ama el salmón”.

El pobre pez trataba de consolarse a sí mismo: “Aun tengo esperanza”, decía.

Al llegar a la mansión, el guardia de la entrada le preguntó: “¿Qué llevas allí?”

“Un salmón”, contestó el pescador con orgullo.

“¡Excelente!” Dijo el guardia. “¡El Barón ama el salmón!”

Al escuchar estas palabras, corroborando lo dicho por el pescador, el pez se sintió más aliviado. Aún tenía esperanzas de vivir: el Barón ama el salmón.

El pez fue llevado a la cocina donde todos los cocineros comentaron lo mucho que al Barón le gusta el salmón. Lo colocaron en una bandeja especial y lo llevaron a la mesa. Cuando el Barón entró, inmediatamente ordenó: “¡Corten la cola, separen la cabeza y rebanen el resto!”

Con su último aliento, el pez gritó desesperado: “¿Por qué mientes? Si tú realmente me amas, cuídame y déjame vivir. ¡Tú no amas al salmón; tú te amas a ti mismo!”

¡Tú no amas al salmón; tú te amas a ti mismo!