Cuando tenía quince años, mi abuelo me dijo “Avi” –así me llamaban en ese entonces–, “Avi, debes entender que nuestra familia no es perfecta”. “¿Por qué me dices eso?”, le pregunté. Siempre consideré a mi abuelo como una persona maravillosa.

“A fines de 1930 y comienzos de 1940, di algunos falsos testimonios. Vivía en Williamsburg y completé ciertas declaraciones juradas que no eran verdaderas para poder traer a los Estados Unidos a algunas personas para que así se salvaran del Holocausto”, me explicó. “Para eso, inventé sinagogas. Escribí cartas con declaraciones juradas en las que explicaba que dicha sinagoga, que no era más que un sótano en alguna casa lindera, necesitaba un rabino, un cantante, una secretaria, en fin, todo el personal que necesita un sinagoga para funcionar”, continuó.

De esa forma, consiguió sacar unas treinta o cuarenta personas de Europa: cantantes que no sabían cantar, secretarias que no sabían nada de organización, rabinos que no eran rabinos. Pero todos eran judíos y necesitaban ser salvados.

A mis ojos, las acciones de mi abuelo personifican la enseñanza de la Torá que dice “Justicia, justicia, perseguirás”. No dice simplemente que debemos aplicar justicia, sino perseguirla, ir tras ella, como se dice en hebreo, tirfod.

Hace unos 15 o 20 años atrás, tuve la jutzpá –en el peor sentido de la palabra– de escribir una carta un tanto arrogante al Rebe de Lubavitch, Rabi Menajem Mendel Schneerson, de bendita memoria. Había leído en el diario que el movimiento Lubavitch iba a honrar a Jesse Helms, y no había ninguna otra persona en todos los Estados Unidos que yo despreciara más que a Jesse Helms. Como presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, representaba todo aquello a lo que yo me oponía en aquel entonces, incluyendo el ser profundamente anti-Israel.

Básicamente, la carta que envié decía “¿Cómo pueden honrar a un hombre que se opone en los Estados Unidos a todos los valores judíos?”.

Y el Rebe me contestó por medio de una carta muy respetuosa, una carta cuyo contenido valoro mucho. En dicha carta, el Rebe me enseñó una lección de la forma más dulce posible. En ella, me decía que nunca debemos bajar nuestros brazos respecto de nadie. Nunca, pero nunca, debemos rendirnos cuando se trata de otro ser humano. “Puede que hoy Jesse Helms esté en contra de Israel, pero el día de mañana, si sabemos cómo acercarnos y hablar con él, quizá termine siendo un gran defensor de Israel”.

Debo admitir que tenía mis dudas respecto de esto, pero como dice el dicho “El resto es historia”. Y a pesar de que aún discrepo con Jesse Helms respecto de muchos temas, cuando se trata de Israel, verdaderamente, se ha convertido en uno de sus más fervientes defensores.

Creo que él se convirtió en un defensor de Israel porque el Rebe de Lubavitch entendió algo que la mayoría de nosotros aún no hemos entendido: cómo comunicarnos con personas que tiene una formación y una cultura diferente a la nuestra y cómo explicarles el verdadero significado de la justicia.

A mi entender, el movimiento Lubavitch ha aprendido cómo acercarse a las personas que no entienden acerca de qué es tzedaká, qué significa la verdadera justicia, y ha logrado enseñarles su significado. Los Lubavitch tienen la habilidad de llegar a todos los judíos –ya sea que estudien Talmud o que sean los líderes de una organización radical– y de hacerles entender la responsabilidad y el compromiso profundo que le deben a su herencia judía.

Debemos aprender del mensaje del Rebe.

Existe una historia muy conocida acerca de un shul, una sinagoga que se trasladó de la ciudad a los suburbios y contrató un nuevo rabino, porque el antiguo rabino decidió quedarse en la ciudad.

La primera vez que el nuevo rabino dirigió el rezo, al llegar a la parte del Shemá Israel, la mitad de la congregación se puso de pie y la otra mitad permaneció sentada. Entonces, ambas partes comenzaron a gritarse la una a la otra, indignadas por la situación. “¡Levántense!”. “¡Siéntense!”. Gritaban en ambas direcciones. En aquel momento, el nuevo rabino sugirió consultar con el antiguo rabino para ver cuál era la costumbre de la congregación.

Al finalizar el Shabat, se dirigieron a lo del antiguo rabino, y el grupo que se había quedado sentado le preguntó:

―¿Acaso no es tradición sentarse durante el Shemá Israel?

―No, esa no es la tradición, respondió el rabino.

―Ah, ¡entonces, la tradición es recitarlo de pie! ―dijo el grupo que había permanecido de pie.

―No, esa tampoco es la tradición ―dijo el rabino.

―Bueno, parece un tanto ridículo que la mitad de la congregación permanezca sentada y la otra se ponga de pie ―agregó el nuevo rabino.

―Sin embargo, esa es la tradición ―contestó el rabino anterior.

Cierta vez, le conté esta historia a mi madre, y ella me dijo “¡Por lo menos todos recitaron el Shemá!”.

Y eso es lo más importante, esa es la verdadera tradición y eso es lo que debemos enfatizar. Existen diferencias, claro está. Pero no debemos hacer foco en dichas diferencias, sino en lo que tenemos en común.

Extraído de un discurso pronunciado durante el día de Celebración de la Vida Judía en Harvard, el 6 de abril de 2003, en la Universidad de Harvard, Boston, Estados Unidos.