El salón estaba atestado. No era una boda común, sino la boda de la hija de una de las familias más prominentes de Jerusalén. Líderes de la aun callada, no violenta rebelión contra los griegos, eran respetados y queridos por los judíos de toda la Tierra de Israel. Sin mencionar que, como sacerdotes en el Templo, la familia había sido considerada por generaciones.

En medio de las elegantes flores, la suave música, y las conversaciones de los invitados, repentinamente la novia se puso de pie, se encaminó hacia el centro del salón, puso su mano en el pecho y rasgó su vestido.

Asombrados, enojados y avergonzados, sus hermanos se levantaron para sacarla de la sala. Pero ella permaneció firme en el lugar y se dirigió a los reunidos: "Ustedes que son tan celosos que quieren matarme, no son lo suficientemente celosos para protegerme de las manos del gobernador griego que vendrá aquí para asaltarme esta noche.

"¿No aprendieron de los hermanos de Shimon y Levi, los hermanos de Dina, quienes, a pesar que sólo eran dos hombres, mataron a toda la ciudad de Shejem por su honor? Pongan su fe en el Altísimo y Él los ayudará".

Sus cinco hermanos declararon su voluntad de ir a la guerra, y recibieron respuesta de una voz que descendía del Santo de los Santos prometiéndoles la victoria.

La historia de la valiente revuelta de los Macabeos es familiar no sólo a los judíos, sino también para la mayoría de los no judíos. Aun puedo recordar a mi maestro de música de segundo grado en la escuela pública relatando brevemente el milagro del aceite antes de enseñar a toda la clase "Roca de las Edades". Lo que dejaba de lado en su relato eran los detalles acerca de por qué los judíos realmente luchaban. A sus ojos, era la historia de la lucha por la libertad política y que se adecuaba perfectamente con los nuevos relatos de Sakharov, Mandela y otros que luchaban por la libertad personal y nacional.

Cuando crecí y me involucré más con el judaísmo y la comunidad judía, los detalles se filtraron. Inicialmente los griegos trataron a los judíos con un respeto más grande que con el que habían tratado a otros pueblos que conquistaron. Alejandro el Grande había visto al Sumo Sacerdote, Shimon el Justo, en un sueño, y cuando Shimon salió a recibir al ejército que se acercaba, Alejandro se arrodilló ante él y juró nunca dañar a Jerusalén o el Santo Templo.

Los años pasaron. Alejandro y Shimon el Justo fallecieron. Algunos judíos se apasionaron con la cultura griega. Pero cuanto más imitaban a los griegos, menos respeto tenían los griegos por nosotros. Comenzaron a burlarse del judaísmo y emitieron leyes contra el mismo. Primero cerraron las sinagogas y escuelas. La gente oraba y estudiaba en casas particulares.

Luego los griegos emitieron una ley por la cual todos los judíos tenían que escribir una frase diciendo que no tenían porción en el Di-s de Israel en los cuernos de su ganado y sobre sus puertas. Los judíos vendieron sus rebaños y quitaron las puertas de sus casas.

Los griegos emitieron un decreto ilegalizando la circuncisión. Los judíos crearon señales secretas a través de las cuales anunciaban las ceremonias de circuncisión, y los invitados arriesgaban sus vidas al ir a desear a los nuevos padres Mazal Tov.

Los griegos ilegalizaron el Shabat, la celebración de la Luna Nueva, y el estudio de la Torá. Los judíos se ocultaron en cuevas y continuaron observando estas tres cosas. Los griegos hallaron cientos de maneras de borrar el judaísmo. Los judíos hallaron cientos de maneras de rebelarse silenciosamente y seguir siendo lo que siempre habían sido. Entonces los soldados griegos comenzaron a asaltar a mujeres judías. El gobernador emitió un decreto —desgraciadamente uno común en las culturas antiguas —llamado prima nostra, "primeros derechos". El gobernador secuestraba y asaltaba a toda novia en su noche de bodas.

Y entonces los judíos fueron a la guerra.

La victoria que celebramos en Janucá es una victoria en muchos niveles. Es la victoria de los pocos sobre los muchos, de la luz sobre la oscuridad, de la continuidad judía frente a todos aquellos que buscaron o buscan borrar al judaísmo y la historia judía.

El pueblo judío —hombres y mujeres —desafió cada ley griega con enorme autosacrificio, sin embargo fue antes que nada por y para las mujeres judías que los Macabeos fueron llevados a declarar la guerra.

El momento decisivo ocurrió cuando una mujer judía miró a los ojos a sus hermanos y les dijo "Ustedes no pueden permitir que me pase esto". Fue una guerra, antes que nada, por la santidad —la santidad del Templo, la santidad de la Torá, y la santidad de todo ser humano.

Entre los muchos milagros que reconocemos y conmemoramos mientras encendemos las luminarias de la Menorá, también reconocemos la verdad simple de la santidad de toda mujer y su derecho a la seguridad y dignidad personal.

Este es un detalle digno de ser recordado.