Las tinieblas habían descendido sobre la pequeña ciudad de Gostynin. Todos los habitantes rápidamente fueron a dormir, sus puertas y ventanas cerrada firmemente contra la fría noche. Para el viajero que arribaba a la ciudad, fue una imagen no deseada. Cansado, débil y hambriento, no tenía a dónde ir, ningún lugar para hacer reposar su agotada cabeza.

Repentinamente, a lo lejos, vio una luz brillando en una de las ventanas. Suspirando aliviado, corrió en esa dirección y golpeó a la puerta, esperando que se le permitiera pasar la noche. Era el hogar de Rabí Iejiel Meir de Gostynin.

Una sonrisa iluminó el rostro de Rabí Iejiel Meir cuando abrió la puerta. "¡Shalom Aleijem Reb Id! ¡Bienvenido!" Exclamó, mientras hacía entrar al extraño.

El silencio reinaba en la pequeña cabaña; todos los miembros de la familia hacía mucho que habían ido a dormir. Lleno de alegría, el dueño de casa se apresuró a servir al huésped un vaso de té caliente y torta. Sin embargo, cuando el visitante terminó su bebida y no quedaba una miga en el plato, Rab Iejiel Meir, percibiendo que su invitado aun estaba hambriento, buscó por toda la casa un poco más de comida. Para su deleite, halló algo de avena cruda y una cucharada de grasa para cocinar. Aunque nunca antes había intentado cocinar antes, el dueño de casa, la puso en el horno y luego, con su rostro sonriente sirvió la comida a su huésped. Mientras el visitante acababa con la comida, el dueño de casa, sonreía con placer.

Cuando terminó la comida, Reb Iejiel se apresuró a preparar una cama caliente para el visitante, la suya propia, pues en la pequeña casa no había lugar para otra cama. Mientras el viajero dormía profundamente, el anfitrión se inclinó sobre sus volúmenes talmúdicos durante toda la noche, estudiando con creciente entusiasmo.

Por la mañana el viajero despertó de su sueño reparador y fue a la sinagoga. Tras las plegarias, durante el transcurso de la conversación con los aldeanos, descubrió que su anfitrión no era otro que el ilustre Rabí Iejiel Meir de Gostynin. Profundamente avergonzado y preocupado, se aproximó al tzadik, el hombre santo, para pedirle perdón.

"Me rehúso a aceptar una disculpa tuya" fue la respuesta.

"Pero" protestó el viajero "Yo no sabía de quien era la casa, o en la cama de quien he dormido. Si lo hubiera sabido no le habría causado tales problemas al tzadik".

Rabí Iejiel Meir permaneció inconmovible, pero el viajero, ansioso por ser perdonado, persistió en sus explicaciones.

Al final Rabí Iejiel Meir declaró "Si prometes hacer lo que te digo, acepto tus disculpas".

Por un instante el viajero vaciló. ¿Quizás el tzadik había visto dentro de su alma y discernido algún pecado reprensible que necesitaba rectificación? ¿Podría llevar a cabo un estricto régimen de arrepentimiento que el tzadik requiriera de él?

No importa, decidió, sacudiendo la cabeza. Si necesitaba enmendarse, estaba preparado, sin tener en cuenta qué fuera. Mientras Rabí Iejiel Meir aceptara sus disculpas sinceras, todo valía.

"Todo lo que el tzadik me pida, estoy dispuesto a cumplir" prometió solemnemente.

El rabí sonrió. "Bien" dijo "Esto es lo que te pido. Toda vez que pases por la ciudad de Gostynin, vendrás a mi casa y serás mi huésped. ¿Cuándo tendría la oportunidad de cumplir la mitzvá de hospitalidad, hajnasat orjim, como lo hice esta vez? ¡La gente del pueblo me despoja de ella!"