Vengo de una familia de doce hermanos. Mi padre trabajaba en la industria de diamantes de Londres. Una vez al año, nos solía llevar a uno de nosotros a Nueva York para que conociéramos al Rebe, de bendita memoria. Cuando cumplí ocho años, finalmente, llegó mi turno de acompañarlo.
Nuestra audiencia con el Rebe era a las dos de la mañana. Como todo chico, a esa hora de la noche, era muy probable que me pusiera de mal humor. “Por favor”, me dijo mi padre, “solo tomará un minuto, compórtate”. Yo accedí a comportarme bien por ese minuto.
Cuando llegó nuestro turno, entramos a la oficina del Rebe, y él comenzó a hablar con mi padre en idish. En casa, nunca hablábamos idish, por lo que yo desconocía esa lengua por completo. Pasaron uno, dos, tres, cuatro minutos, y yo comencé a impacientarme.
Empecé a mirar alrededor buscando una caja con juguetes o algo por el estilo. Supuse que, como tantos niños iban a visitar al Rebe, debía haber una caja de juguetes en algún lugar. ¿Qué se suponía que iba a hacer? No podía decirle a mi padre “Papi, apúrate”. Sabía que, si le pedía que soltara mi mano para moverme libremente, la respuesta sería no. Mientras estaba de pie frente al Rebe, solté su mano con mucha rapidez. ¿Qué iba a hacer él? ¿Comenzar a correr tras de mí en presencia del Rebe?
En la parte de atrás de la habitación, había un archivador. Abrí el cajón de abajo porque creía que ahí debía haber juguetes. Miré y solo encontré papeles. Abrí el siguiente cajón, y nuevamente, encontré papeles. El tercer cajón estaba bastante alto por lo que no llegaba a ver qué había dentro. Así que cerré el segundo cajón y trepé al primero, solo para encontrar más papeles en el tercer cajón. Claramente, no me molesté en abrir el cuarto cajón. No había encontrado nada.
Seguí buscando, pero solo había libros. Se imaginan lo que debía estar pensando mi padre, quien intentaba concentrarse en lo que le decía el Rebe al mismo tiempo que observaba a su hijo, quien como loco corría por la habitación abriendo y cerrando cajones.
No encontré nada interesante en la oficina del Rebe. Sin embargo, afuera estaban realizando una construcción. Las construcciones son siempre interesantes, con sus tractores, el ruido y demás cosas.
Ya había abierto las cortinas y estaba a punto de abrir la ventana cuando el Rebe me llamó por mi nombre, “Shimon”. Rápidamente, cerré las cortinas, cerré todos los cajones, me acerqué al escritorio y le dije “Sí, Rebe”.
El Rebe tenía un dólar en la mano, y le preguntó a mi padre “¿Habla idish?”. Mi padre le dijo que yo solo entendía inglés. Con el dólar todavía en su mano, me preguntó “¿Sabes lo que es esto?”. Yo le contesté que era tzedaká. Él sonrió y me preguntó “¿Qué es la tzedaká?”. “Caridad”, contesté. Nuevamente, el Rebe sonrió y me preguntó “¿Y qué es caridad?”. Y yo contesté “Tzedaká”. Esto se repitió durante varios minutos. Él preguntaba y yo respondía. Creía que de esa forma me daría un caramelo de regalo o algo así.
El Rebe me miró y me dijo “Hay dos tipos de caridad: la caridad que se hace con dinero y la que se hace con el cuerpo, como querer y compartir con otra persona. Quiero que sepas que a veces el compartir y querer al otro es más efectivo que dar dinero”. A continuación, el Rebe me entregó el dólar.
Por lo general, cuando nos encontramos con una persona mayor que nos recuerda a nuestros abuelos, esta siempre nos quiere contar historias para llamar nuestra atención. En este caso en particular, lo único que el Rebe tenía para comentarle a un niño de ocho años era la importancia que tiene querer y compartir con los otros.
A lo largo de mi vida, mi padre me recordó esta historia en reiteradas oportunidades, y siempre le contestaba que ese día había aprendido dos cosas: primero, que sería muy malo recaudando fondos; y segundo, que en ese momento supe que quería ser un emisario de Jabad-Lubavitch para asistir a otros. Ese era mi llamado a cumplir en esta vida.
Desde ese momento, entendí que mi misión era ir a aquellos lugares donde no existía infraestructura judía y construirla de cero.
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