Vas manejando un poco por encima del límite de velocidad. Ves un auto de policía por el espejo retrovisor. Bajas la velocidad. Sabes muy bien que está mal conducir por encima del límite de velocidad, no importa si hay alguien mirando o no; pero para los humanos, la posibilidad de ser descubierto y recibir un castigo marca una diferencia.

Hace poco, un equipo de psicólogos llevó a cabo una serie de experimentos para evaluar el impacto de la sensación de ser observado en determinadas situaciones sociales. Chenbo Zhong, Vanessa Bohns y Francesca Gino diseñaron un test para averiguar si la sensación de anonimato marca una diferencia. Asignaron al azar lentes de sol o gafas comunes a un grupo de estudiantes, y les dijeron que querían evaluar las reacciones ante una nueva línea de productos. También, para lo que parecía una actividad aparte, les dieron seis dólares y la posibilidad de compartir lo que quisieran con un desconocido. Los que llevaban puestos lentes normales dieron en promedio $2,71, mientras que los que llevaban lentes de sol oscuros dieron $1,81 en promedio. El simple hecho de usar gafas de sol, y de no ser, por ende, reconocidos ni reconocibles, redujo su generosidad. En otro experimento, descubrieron que los estudiantes que tienen la posibilidad de hacer trampa en un examen tienden más a hacerlo en una habitación con luz tenue que en una bien iluminada. Cuanto más creemos que pueden observarnos, más generosos y éticos nos volvemos.

Kevin Haley y Dan Fessler evaluaron a un número de estudiantes en el llamado “Juego del Dictador”, en el que se a uno le dan, por ejemplo, diez dólares, y la oportunidad de compartir lo que se quiera (o nada) de eso con un desconocido anónimo. De antemano, y sin que supieran que era parte del experimento, a algunos estudiantes se les mostró por un momento una pantalla de computadora con un salvapantallas que tenía un par de ojos, y a otros se les mostró una imagen diferente. Los que habían visto los ojos dieron al desconocido un 55 por ciento más de dinero que los demás. En otro estudio, los investigadores pusieron una máquina de café en un pasillo de una universidad. Los que pasaban por ahí podían tomar un café y dejar dinero en la caja. Durante algunas semanas, colgaba de una pared cercana un póster con unos ojos atentos, y en otras un dibujo de flores. En las semanas en las que se veían los ojos, la gente dejó en promedio 2,76 veces más dinero que en las que no1 .

Ara Norenzayan, autor del libro Big Gods, de donde se tomaron estos estudios, concluye que “la gente observada es buena gente”. Eso es parte de lo que hace a la religión una fuerza en pos de la honestidad y del comportamiento altruista: la idea de que Di-s ve lo que hacemos. No es coincidencia que, cuando en Occidente perdió vigencia la creencia en un Di-s personal, tuvo que aumentarse la vigilancia a través de cámaras de seguridad y otros medios. Voltaire dijo una vez que, sin importar su propia opinión del asunto, quería que su mayordomo y sus demás sirvientes creyeran en Di-s, porque así lo engañarían menos.

Menos obvio es el hallazgo experimental de que lo que hace la diferencia en la manera en la que nos comportamos no es aquello en lo que creemos, sino más bien el hecho de que se nos lo recuerde. En una prueba, conducida por Brandon Randolph-Seng y Michael Nielsen, se expuso a los participantes a palabras proyectadas en una pantalla durante menos de 100 milisegundos; es decir, lo suficiente como para que el cerebro las detecte, pero no como para que sean accesibles a la conciencia. Luego se les dio un examen en el cual tenían la oportunidad de hacer trampa. Aquellos a los que se les habían mostrado palabras relacionadas con Di-s mostraron menos tendencia a hacerlo que las personas a las que se les habían mostrado palabras neutras. Se llegó al mismo resultado con otra prueba en la que, de antemano, se les pidió a algunos de los participantes que recordaran los Diez Mandamientos mientras a otros se les pedía que recordaran los últimos diez libros que habían leído. El simple hecho de recordar los Diez Mandamientos redujo la tendencia a hacer trampa.

Otro investigador, Deepak Malhotra, hizo una encuesta sobre la voluntad de los cristianos de donar a solicitudes de caridad online. La respuesta fue un 300 por ciento mayor el domingo que cualquier otro día de la semana. Es claro que los participantes no cambiaron de opinión sobre sus creencias religiosas o sobre la importancia de las donaciones entre los días de la semana y el domingo. Simplemente, es más probable que el domingo hubieran ya pensado en Di-s. Se realizó una prueba similar entre los musulmanes en Marruecos, donde se descubrió que las personas eran más propensas a dar caridad si vivían en un lugar desde el que pudieran escuchar los llamados a rezar del minarete local.

La conclusión de Nazorayan es que “la religión tiene más que ver con la situación que con la persona”2 o, para decirlo de otra manera, lo que hace la diferencia en nuestro comportamiento no es tanto lo que creemos, sino el fenómeno de que se nos recuerde, aunque sea de manera inconsciente, lo que creemos.

Esa es precisamente la psicología detrás de la mitzvá de tzitzit en la parashá de esta semana:

Y os servirá el fleco, para que cuando lo veáis os acordéis de todos los mandamientos de Hashem, a fin de que los cumpláis y no sigáis a vuestro corazón ni a vuestros ojos, tras los cuales os habéis prostituido, para que os acordéis de cumplir todos mis mandamientos y seáis santos a vuestro Di-s3 .

El Talmud4 cuenta la historia de un hombre que, en un momento de debilidad moral, decidió pagar una visita a cierta cortesana. Cuando se estaba quitando la ropa, vio el tzitzit y se paralizó de inmediato. La cortesana le preguntó cuál era el problema, y él le contó sobre el tzitzit y le dijo que los cuatro flecos se habían convertido en testigos acusatorios contra él por el pecado que estaba a punto de cometer. La mujer quedó tan impresionada del poder de este simple mandamiento que se convirtió al judaísmo.

A veces no logramos entender la conexión entre la religión y la moral. Se dice que Dostoyevski dijo que si Di-s no existiera todo estaría permitido5 . Este no es el punto de vista convencional de los judíos. Según el Rav Nisim Gaon, los imperativos morales accesibles a la razón han existido desde los inicios de la humanidad6 . Tenemos un sentido de lo moral. Sabemos que hay cosas que están mal. Pero también tenemos deseos conflictivos. Fuimos creados para hacer lo que sabemos que no deberíamos, y a veces sucumbimos ante la tentación. Cualquier persona que haya alguna vez intentado bajar de peso sabe con exactitud lo que eso significa. En el dominio de lo moral, es lo que la Torá quiere decir cuando habla de no seguir “a vuestro corazón ni a vuestros ojos, tras los cuales os habéis prostituido”.

El sentido de lo moral, escribe James Q. Wilson, “no es una luz que guía e irradia hacia el exterior para iluminar el contorno nítido de todo lo que toca”. Es, más bien, “la pequeña llama de una vela, que refleja sombras varias y vagas, que titila y chisporrotea con los fuertes vientos del poder y la pasión, de la avaricia y la ideología”. Y agrega: “pero si se la acerca al corazón, (ella) disipa la oscuridad y reconforta el alma”7 .

Wittgenstein dijo una vez que “el trabajo del filósofo consiste en reunir recordatorios”8 . En el caso del judaísmo, el objetivo de las señales externas (tzitzit, mezuzá y tefilín) es precisamente ese: reunir recordatorios (en nuestras ropas, nuestros hogares, en nuestros brazos y cabezas) de que hay cosas que están mal, y que incluso aunque no nos vea ningún otro ser humano, Di-s nos ve y nos hará rendir cuentas. Ahora tenemos evidencia empírica de que los recordatorios marcan una diferencia significativa en la manera en la que actuamos.

“El corazón es engañoso, ante todas las cosas, y desesperadamente malvado; ¿quién lo conocerá?”, dijo Irmiahu9 . Una de las bendiciones y maldiciones de la naturaleza humana es que usamos nuestro poder de razonamiento no siempre ni solamente para actuar de manera racional, sino también para racionalizar y poner excusas a las cosas que hacemos, incluso cuando sabemos que no deberíamos haberlas hecho. Esa es, quizás, una de las lecciones que la Torá desea que tomemos de la historia de los espías. Si hubieran recordado lo que Di-s había hecho a Egipto, el imperio más importante del mundo antiguo, no hubieran dicho “no podemos atacarlos, son más fuertes que nosotros”10 . Pero se sentían amenazados. Las emociones fuertes, y el miedo en especial, distorsionan nuestra percepción. Activan la amígdala cerebral, la fuente de nuestras reacciones más primarias, y hacen que se anule el lóbulo frontal, que nos permite pensar con racionalidad en las consecuencias de nuestras decisiones.

El tzitzit, con sus hilos azules, nos recuerda el cielo, y eso es lo que más necesitamos si vamos a actuar de manera consistente de acuerdo con los mejores rasgos angelicales de nuestra naturaleza.