En el ADN de nuestro pueblo está inserta la tendencia a celebrar. Tanto es así que cuando nuestro enemigo en la historia de Purim, Hamán, quería dañar al pueblo judío, el argumento que presentó al rey fue que teníamos un compromiso obsesivo con las festividades y los rituales. Entre el shabat semanal y las festividades anuales, es seguro que son una carga para la sociedad, denunció. Lo que su mente llena de odio no podía comprender era el hecho de que la observancia del calendario judío da forma a nuestra identidad y nos convierte en el pueblo especial que Di-s pretende que seamos.
Las festividades del mes de tishrei inauguran el calendario hebreo. Cada una es un elemento integral del paquete de energía divina que necesitamos al empezar un nuevo año. Rosh Hashaná es un momento para renovar nuestro compromiso incondicional con Di-s y con su servicio. Iom Kipur es una oportunidad para hacer uso del vínculo esencial con nuestro creador y con cada uno de nosotros. Sukot expresa el aspecto alegre de los servicios de los Iamim Noraim, y en Simjat Torá celebramos nuestro vínculo inseparable con la Torá.
Aunque cada festividad tiene un tema propio, hay algo importante que las une: estas festividades tratan sobre la revelación del denominador común. En Rosh Hashaná, cuando coronamos a Di-s como nuestro soberano para el año nuevo, los ciudadanos se unen como iguales en la sumisión al monarca. El perdón concedido en Iom Kipur está disponible para todos, sin importar su estatus ni su comportamiento. Todos son bienvenidos en la Sucá, y todos los tipos de judíos están representados en las Cuatro Especies sobre las que recitamos nuestras bendiciones. Tanto los intelectuales como los simplones danzan con la Torá tras completarse su lectura en Simjat Torá.
Un año, hacia el final de mi adolescencia, estaba en Nueva York para Sukot. Según la tradición de Jabad, los jóvenes pasábamos la mayor parte de las horas del día en las calles de la ciudad y alentábamos a los judíos a que observarán la mitzvá de sacudir el lulav y el etrog. Una tarde me acerqué a un hombre de mediana edad que empujaba un carrito lleno de latas de gaseosa vacías y le pregunté si era judío. Se detuvo un momento, respondió que lo era y en seguida comenzó a dar un largo discurso sobre todas las injusticias que habían recaído sobre el pueblo judío en los últimos 50 años.
Al principio, me asustó el exabrupto y consideré emprender una rápida retirada. Pero luego, seguro de que no le había hecho ningún daño, me di cuenta de que su angustia no estaba dirigida a mi persona, sino más bien a lo que representaba mi presencia. Me quedé fijo en mi lugar y cada vez que él se detenía para recuperar el aire, le ofrecía con gentileza la oportunidad de hacer la mitzvá.
Luego de varios minutos de este extraño intercambio, me preguntó: “¿Qué tengo que hacer?”.
Le pasé el lulav y el etrog y le dije: “¡Sostenga esto!”.
“¿Eso es todo?”, preguntó.
“Y ahora recitemos juntos las bendiciones”.
Me hizo caso, y unos momentos después toda su ira se había convertido en sincera emoción. Tenía lágrimas en los ojos y tuvimos una hermosa conversación sobre su juventud y el recuerdo infantil de la sopa de pollo que hacía su madre.
Aquella tarde de otoño en Queens, el mensaje de Sukot cobró vida para mí. Una vez que se alcanza el alma de un judío, compartimos mucho más de lo que nos imaginamos.
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