Fue en París, en los años 30. Hitler ya había llegado al poder en Alemania. Yo era estudiante en la “Ciudad de la Luz” y no lo estaba pasando nada bien.Como extranjero, no tenía permiso de trabajo ni un centavo y estaba dispuesto a aceptar cualquier trabajo que pudiera conseguir.

En esa época, muchos estudiantes judíos extranjeros se encontraban en la misma situación. Trabajábamos como camareros, lavábamos platos, dábamos clases e incluso escribíamos direcciones en sobres...

En esa época era estricto con la observancia de la Torá y las Mitzvot, aunque no estoy seguro de por qué.

Allí estaba, en París, un joven estudiante, libre como un pájaro, sin que nadie criticara mi comportamiento. Fácilmente podría haber elegido no ceñirme al camino de la Torá.

Creo que me estaba demostrando a mí mismo que ni siquiera las condiciones más difíciles me harían perder la cabeza ni la fe.

Entonces llegó el mes de Tishrei y quise cumplir con la mitzvá de comer en una Sucá. A medida que pasaban los días, comprendí que encontrar una Sucá en París no sería tan sencillo como pensaba.

No tenía suficiente dinero para comer en la Sucá del restaurante local, así que busqué una pública. No muy lejos del hotel donde vivía, en el Barrio Latino, había una sinagoga para judíos de Europa del Este, con una Sucá adyacente.

Por mucho que las Mitzvot fueran importantes para mí, aún más queridas eran las costumbres con las que crecí. Una de estas costumbres era comer en la Sucá en la festividad de “Sheminí Atzeret”.

Algunas personas usan la Sucá durante siete días, como lo indica la Torá, y en Sheminí Atzeret, el octavo día, ya no se sientan en la Sucá.

Esta Sucá en París estaba cerrada en Sheminí Atzeret, a pesar de que yo suplicaba poder usarla. A medida que la posibilidad de comer en una Sucá en Sheminí Atzeret parecía cada vez más remota, mi deseo se hizo cada vez más intenso.

Comencé a sentirme muy abatido y caminaba de un humor sombrío y triste.

Fue entonces cuando crucé a Rabi Menajem Mendel Schneerson, quien luego se convertiría en el séptimo Rebe de Lubavitch. Y desde ese día, creo en la Providencia Divina.

Rabi Schneerson también era estudiante en París. Era único y extraordinario. Era el yerno del rabino Iosef Izjak Schneerson, el sexto Rebe de Lubavitch.

Tenía una personalidad fuerte. Nunca abandonó sus principios. Era un judío erudito y piadoso, experto en el Talmud, el Zohar, el Tania, etc., y dedicó toda su vida a cumplir la voluntad de Dis. Al igual que el Rambam (Maimónides), creía que los estudios seculares profundizarían su conexión con Dis. Llegó a París, donde estudió ingeniería y física.

París, con todo lo que tenía para ofrecer, no lo atraía. Nunca entró en un teatro, cine o club. Estudiaba Torá día y noche, aunque estaba ocupado con sus estudios seculares. Lo recuerdo guapo y distinguido. Su rostro era delicado y pálido y su barba nunca había sido tocada por unas tijeras.

Yo opino que la vida de Rabi Schneerson era una vida de Kidush Hashem (santificación del nombre de Dis). Símbolo y modelo, una prueba tangible de que vivir una vida judía plena y elevada no tiene nada que ver con el entorno; se puede hacer incluso en París.

Lo conocí en la casa de unos amigos y, a partir de entonces, nos encontramos allí a menudo o nos deteníamos a charlar en la calle. Nunca nos hicimos amigos. Había en él un aura de santidad y nobleza que impedía la familiaridad, aunque siempre actuaba con sencillez y modestia. Cuando lo encontré ese día durante Sucot, me preguntó cómo estaba. Vio que estaba muy preocupado. Reflexionó un rato y dijo: “He construido una pequeña Sucá, estaré encantado de tenerte como mi invitado en Sheminí Atzeret”.

Le agradecí la invitación, pero no podía aceptar, ya que sabía que él y su esposa tenían medios modestos. Pero él no aceptó un no por respuesta. Con su manera amable y educada, hizo que la invitación sonara como si me estuviera ordenando que la aceptara, así que lo hice y nunca me he arrepentido desde entonces.

Llegué al departamento del rabino Schneerson. Vi su sucá desde el patio, justo afuera de su ventana. Era diminuta, lo suficiente para dos personas. Me di cuenta que, al invitarme, estaría almorzando en lugar de con su esposa. Me sentí avergonzado, pero él logró disipar mi incomodidad usando palabras que me hicieron sentir amado y pronunciando palabras de la Torá, que me recordaron a mi familia en casa.

Me sentí alegre de nuevo. Puedo ver al rabino Schneerson de pie allí como si fuera ayer. Vestido con un frac de seda hasta la rodilla, del tipo que estaba de moda a principios del siglo XX. Explicó que en Shabat y en las festividades uno debe usar seda, pero que el estilo de la prenda no es importante.

Nos sentamos en la Sucá, sus ojos brillaban con una luz especial. Estaba seguro de que podía ver cómo las paredes se expandían, convirtiendo la Sucá en un hermoso palacio. Rabi Schneerson estaba sentado frente a mí, hablando perlas de sabiduría, y sobre su cabeza flotaban los siete invitados sagrados, los “ushpizin” que visitan cada Sucá. Ese día, el octavo, parecía como si todos se hubieran reunido para visitar la sucá del rabino Schneerson y disfrutar de su santa presencia.

Ambos estuvimos allí durante un largo rato. No recuerdo todo lo que se dijo, pero nunca olvidaré la atmósfera edificante, el profundo placer, la alegría que nos acompañó ese Sheminí Atzeret en la Sucá del futuro Rebe de Lubavitch en el barrio latino de París. •