Si tan solo tuviéramos más éxito, nos sentiríamos más cómodos o respetados; si gozáramos de una salud perfecta, tuviéramos menos de qué preocuparnos y más cosas que esperar, sin duda seríamos felices. O eso creemos. Tendemos a ver la felicidad como el resultado de nuestras circunstancias, relegando aquella al lejano reino del “si tan sólo…, entonces…” y limitándonos en lo que podamos hacer para influir en su realización.

La palabra “felicidad” deriva del inglés medieval hap, como en happenstance o haphazard, que implica “azar” o “suerte”. Si has tenido la suerte de nacer en circunstancias ideales, tienes las condiciones necesarias para ser feliz. Si no, parece que no hay mucho que puedas hacer para influir en tu sensación de satisfacción en la vida.

Por otra parte, b'simjá, la palabra hebrea que significa “estar en un estado de felicidad”, comparte las mismas letras que la palabra majshavá, que significa “pensamiento”.1

El judaísmo considera la felicidad como una forma de pensar, algo que podemos dirigir conscientemente, en contraposición a un estado del ser que resulta de un conjunto específico de circunstancias fuera de nuestro control.

Desde esta perspectiva, la felicidad no se deriva de nuestro estado objetivo de las cosas, sino de nuestro estado subjetivo de la mente. En palabras de Platón: “La realidad la crea la mente. Podemos cambiar nuestra realidad cambiando nuestra mente”.

Es decir, no es la suerte o la casualidad lo que nos asegura alcanzar la felicidad, sino la forma en que pensamos y procesamos las circunstancias que encontramos en nuestro camino.

Esta sencilla idea tiene enormes implicaciones. Significa que podemos alcanzar instantáneamente la felicidad que buscamos ajustando el enfoque de nuestros pensamientos.

Esta idea aparentemente simple revela que el mayor obstáculo para nuestra felicidad es la tendencia de la mente a fijarse en las limitaciones de nuestras circunstancias y a regular y dar por sentadas las innumerables cosas buenas que experimentamos cada día.

Cada vez que tenemos una experiencia positiva, aumentamos nuestras expectativas, a veces exponencialmente, necesitando constantemente más y más estímulos para alcanzar el mismo nivel de satisfacción.

En palabras de nuestros Sabios: “El que tiene cien quiere doscientos, y el que tiene doscientos quiere cuatrocientos”.2

Como resultado, nunca alcanzamos la satisfacción que buscamos, y la felicidad sigue siendo una búsqueda interminable, una cinta de correr hedónica que nunca para, siempre fuera de nuestro alcance. Desde esta perspectiva, la plenitud se convierte en una ilusión frustrante que nunca se materializa.

La solución del judaísmo al “problema de la felicidad” es considerar la felicidad como un pensamiento, convirtiéndola en un recurso infinitamente renovable, siempre a nuestra disposición, en lugar de un billete de lotería existencial.

Todo lo que requiere es una pequeña inversión de energía mental y una mayor conciencia para dejar de pensar sólo en lo que falta en nuestras vidas y centrarnos, en cambio, en lo que está presente. En palabras de la Mishná: “¿Quién es rico? El que está satisfecho con su suerte”.3

La verdadera satisfacción en la vida no viene de tener las cosas que queremos, sino de querer las cosas que tenemos. Con este fin, existe la práctica judía de recitar al menos cien bendiciones cada día, para buscar cada oportunidad de recordar y reconocer verbalmente nuestra gratitud por las comodidades básicas de la vida. Porque en la vida, las únicas cosas que realmente tenemos son las que apreciamos.

Las letras hebreas que componen la palabra simjá también significan shemajá, que quiere decir “el acto de borrar”, lo que nos enseña que un componente clave de la felicidad es nuestra capacidad de vivir plenamente en este momento, borrando, al menos temporalmente, cualquier pensamiento doloroso sobre el pasado o pensamientos ansiosos relacionados con el futuro. Ahora es cuando se encuentra la verdadera felicidad.

El Baal Shem Tov enseñó que: “Uno está donde están sus pensamientos”,4 lo que significa que la verdadera ubicación de una persona es el lugar donde se concentra su mente. Las letras hebreas de la palabra sameaj, “feliz”, también deletrean sham moaj—la ubicación de los pensamientos. Cuando no reconocemos que tenemos el control de nuestra propia felicidad, vivimos en un estado casi constante de ansiedad y descontento, y eso se convierte en una característica definitoria de nuestras vidas.

Pero cuando nos damos cuenta de que tenemos la capacidad de elegir y cambiar nuestros pensamientos en cualquier momento, llegamos a apreciar que la clave de la felicidad duradera está totalmente en nuestras manos.

La gran idea

La felicidad es producto de nuestro estado de ánimo subjetivo más que de nuestro estado de cosas objetivo.

Sucedió una vez

Un hombre vino una vez a Rabí DovBer, el Maguid de Mezritch, con una pregunta.

“El Talmud nos dice que 'una persona debe bendecir a Di-s por lo malo así como lo bendice por lo bueno'. ¿Cómo es esto posible? Si nuestros Sabios hubieran dicho que uno debe aceptar sin queja ni amargura todo lo que se ordena desde el Cielo, yo podría entenderlo. Incluso puedo aceptar que, en última instancia, todo es para bien, y que debemos bendecir y dar gracias a Di-s también por los acontecimientos aparentemente negativos de nuestras vidas.

“Pero, ¿cómo es posible que un ser humano reaccione ante lo que experimenta como malo exactamente igual que ante lo que experimenta como bueno? ¿Cómo puede una persona estar tan agradecida por sus problemas como por sus alegrías?”.

Rabí DovBer respondió: “Para encontrar una respuesta a tu pregunta, debes visitar a mi discípulo, Reb Zusha de Anipoli. Sólo él puede ayudarte en este asunto”.

Reb Zusha recibió cálidamente a su invitado y le invitó a sentirse como en casa. El visitante decidió observar la conducta de Reb Zusha antes de formular su pregunta. Pronto llegó a la conclusión de que su anfitrión ejemplificaba a la perfección la sentencia talmúdica que tanto le desconcertaba. No podía pensar en nadie que sufriera más penurias en su vida que Reb Zusha, quien vivía en una mendicidad aterradora: nunca había suficiente para comer en la casa de Reb Zusha y su familia estaba acosada por todo tipo de aflicciones y enfermedades. Sin embargo, Reb Zusha siempre estaba de buen humor y alegre, y constantemente expresaba su gratitud al Todopoderoso por toda Su bondad.

Pero, “¿Cuál es su secreto? ¿Cómo lo consigue?” El visitante decidió finalmente plantear su pregunta.

“Deseo preguntarle algo”, dijo a su anfitrión. “De hecho, este es el propósito de mi visita a usted. Nuestro Rebe me aconsejó que viniera para que usted me respondiera".

“¿Cuál es tu pregunta?”, preguntó Reb Zusha.

El visitante repitió lo que había preguntado al Maguid. “Planteas una buena cuestión”, dijo Reb Zusha, después de reflexionar. “Pero, ¿por qué nuestro Rebe te envió a mí? ¿Cómo voy a saberlo?” Debería haberte enviado a alguien que haya experimentado el sufrimiento…”.5