Hay pocas experiencias en la vida tan poderosas y transformadoras como el amor. Y, sin embargo, hay pocas palabras tan difíciles de definir.
La cultura occidental contemporánea está obsesionada con el amor, sobre todo con el amor romántico. Películas, libros, canciones, columnas de consejos, programas de entrevistas, tabloides... nuestra conciencia colectiva y el mercado mediático están saturados de imágenes e historias de amores perdidos, ganados, renovados y no correspondidos.
Y, sin embargo, cuando se compara la versión idealizada del amor que glorifica la cultura popular con los hechos sobre el terreno—el acelerado aumento de la tasa de divorcios, las familias rotas, los millones de personas crónicamente solas—, parece que existe una profunda desconexión entre nuestras expectativas idílicas y la realidad.
La tradición judía tiene mucho que decir sobre el amor. Amor a Di-s, amor al prójimo, amor al extranjero y al desposeído, amor a uno mismo y, por supuesto, amor romántico.
Por muy diferentes que sean estos amores, todos llevan el mismo nombre, lo que nos alerta de que el amor es polifacético y complejo, no sólo cosa de cuentos de hadas o finales felices de Hollywood.
La palabra hebrea para “amor” es ahavá, que tiene su origen en la palabra más molecular hav,1 que significa “dar”, lo que revela que, según el judaísmo, dar está en la raíz del amor.
¿Qué nos enseña esta intuición etimológica tanto sobre la función del amor como sobre su funcionamiento?

En primer lugar, el amor no es todo sobre ti, el amante, sino sobre el otro, el amado. El amor nos llama a salir de los confines de nosotros mismos y a adentrarnos en el desierto de la relación. Es una experiencia transformadora que destrona al ego y lo pone a trabajar para satisfacer las necesidades y los deseos del otro.
Esto está bellamente expresado en una enseñanza de Rabí Levi Itzjak de Berditchev, quien dijo que aprendió el significado del amor de un borracho.
Una vez se cruzó con dos borrachos que estaban bebiendo en la cuneta y presenció cómo uno le decía al otro: “Te amo”, a lo que el otro borracho replicó: “No, no me amas”. “Sí que te amo”, protestó el primero, “te amo con todo mi corazón”. “Si me amas”, insistió el segundo, “¿por qué no sabes lo que me duele?”
Tal vez, lo que el segundo borracho le estaba diciendo a su compañero de borrachera era que si realmente lo amara, sabría que la razón por la que bebía era que estaba herido por dentro y simplemente quería escapar de su dolor y confusión internos. El segundo borracho reprendió al primero por su enfoque egocéntrico de su amistad, afirmando que: “En realidad no me quieres en absoluto; sólo te gusta cómo te sientes cuando bebemos juntos…”.
Así pues, el verdadero amor no consiste en cómo te sientes en presencia de otra persona, sino en cómo haces sentir a otra persona ante tu presencia.
Una conocida parábola jasídica cuenta la historia de un pescador que una vez pescó un lucio y exclamó: “¡Esto será para el noble; a él le encantan los lucios!”. El lucio se sintió muy aliviado al oír esto, porque había temido que su vida estuviera a punto de terminar. El pescador llevó el lucio al cocinero jefe del noble, que lo miró y exclamó: “El noble se pondrá muy contento; ¡le encantan los lucios!”. Esto produjo un alivio aún mayor en el pez, junto con una creciente expectación por conocer a su aparente admirador. Sin embargo, en cuanto el cocinero lo llevó a la cocina y levantó un cuchillo gigante para trocear el pescado, el lucio acabó por darse cuenta: “El noble no ama al lucio en absoluto; sólo se ama a sí mismo y a cómo le hago sentir”.
El amor verdadero está centrado en el otro y es duradero, lo contrario del enamoramiento, que tiende a desvanecerse rápidamente. El enamoramiento es transaccional, se basa principalmente en lo que la persona obtiene de él y, por tanto, suele desembocar en relaciones de conveniencia, en las que cada encuentro se centra en lo que uno puede tomar o recibir en lugar de en lo que puede ofrecer o proporcionar.
El amor, en cambio, se fortalece y prolonga con cada acto de consideración y entrega desinteresada.
Esto nos lleva a una segunda premisa importante del amor judío: El amor no consiste principalmente en lo que se siente, sino en lo que se hace.
Es famosa la orden de la Torá2 “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En relación con este versículo, muchos se preguntan: ¿Cómo es posible que se nos ordene sentir algo por quienes no sentimos nada? Una respuesta es que el mandamiento no se centra en los sentimientos internos, sino en las acciones externas.
En palabras de Maimónides:3 “Es un mandamiento amar al prójimo como a uno mismo, como se afirma en la Torá. Por lo tanto, uno debe hablar en alabanza de su prójimo y preocuparse por su propiedad, como uno se preocupa por su propia propiedad y honor”.
Merece la pena señalar que Maimónides no menciona en ninguna parte de esta enseñanza lo que uno debe sentir por su prójimo desde el punto de vista emocional. En cambio, interpreta el mandamiento desde el punto de vista del comportamiento, como una llamada a la acción: habla bien de tu prójimo, preocúpate por su propiedad, etc.
Al formular el mandamiento de este modo, Maimónides se hace eco de la famosa enseñanza de Hilel, que interpretaba el mismo mandamiento en el sentido de: “Lo que es detestable para ti, no lo hagas a los demás”.4
Según Hilel y Maimónides, cuando se trata de amar a nuestros vecinos y conciudadanos, nuestros sentimientos son secundarios. Lo que más importa son nuestras acciones y la forma en que tratamos y nos relacionamos con los demás. Lo que es cierto para el llamado “extraño” o “prójimo” es especialmente cierto para los más cercanos a nosotros, incluyendo la familia, los amigos e incluso Di-s: En el amor, los sentimientos nos mantienen centrados en el yo; las acciones son las que nos conectan con los demás.
En consecuencia, la ketubá, el documento matrimonial judío, no contiene una sola declaración de amor. Más que una recopilación de poemas de amor, se trata de un contrato legal que detalla claramente las obligaciones matrimoniales materiales entre marido y mujer. Está escrito en arameo, que es la lengua jurídica del Talmud, y no en hebreo bíblico, la lengua sagrada.
Este antiguo documento, que presenta el amor y el matrimonio como un compromiso jurídicamente vinculante con implicaciones y responsabilidades de comportamiento específicas, ofrece una poética relacional de la ética aunque no sea técnicamente “poesía”.
No es tanto una promesa de sentir siempre de una determinada manera como una promesa de mantener siempre un nivel superior de presencia y acción en relación con la persona amada. La “poesía” de la ketubá se expresa en última instancia a través de la propia vida de la pareja, vivida como expresión de amor más allá de los cuatro márgenes de la ketubá y los cuatro postes de la jupá.5
Más allá de la mera transmisión de la importancia de dar prioridad a las acciones sobre los sentimientos, la palabra ahavá (basada en la raíz “dar”) también comunica una sutil pero profunda percepción psicológica de cómo funcionan realmente los sentimientos.
Desde la perspectiva romántica, tendemos a pensar que el amor es un requisito previo necesario para dar: cuanto más amamos a alguien, más capaces somos y más dispuestos estamos a entregarnos a esa persona. En este paradigma, nuestras acciones fluyen unidireccionalmente a partir de nuestra pasión y nuestros sentimientos. Sin embargo, desde la perspectiva judía, ocurre lo contrario: cuanto más damos, más amamos. El acto mismo de dar es lo que abre los canales para que los sentimientos fluyan e incluso crezcan. En palabras de los Sabios,6 “El corazón de uno se siente atraído por sus actos”.
Todo esto no quiere decir que uno nunca deba basar sus acciones en sus sentimientos, o que los sentimientos sean irrelevantes. Según la Torá, el amor—ya sea a Di-s, al prójimo, a uno mismo o a la pareja y la familia—es tan importante que se nos anima, instruye e incluso se nos ordena que actuemos de forma que garanticemos el cultivo consciente de esta emoción suprema.
En el análisis final, la sensación emocional que comúnmente llamamos “amor” es, de hecho, una creación colaborativa generada por nuestros pensamientos, palabras y acciones en concierto unos con otros. Desde este punto de vista, el amor no se mide simplemente por el sentimiento que te produce pensar en la persona amada o estar en su compañía, sino por la cantidad de ti mismo (atención, consideración, deseo, placer y apoyo) que estás dispuesto a ofrendar en el altar de tus acciones.
La gran idea
El verdadero amor no consiste en cómo te sientes en presencia de otra persona, sino en cómo haces sentir a otra persona ante tu presencia.
Sucedió una vez
Cuando era joven y soltera, Jana Sharfstein hablaba con el Rebe de Lubavitch sobre algunos posibles partidos que le habían sugerido, y le explicó por qué ninguno de ellos le atraía.
El Rebe sonrió y dijo:
“Has leído demasiadas novelas románticas. El amor no es la emoción abrumadora y cegadora que se encuentra en el mundo de la ficción. El amor verdadero es una experiencia que se intensifica a lo largo de la vida. Son los pequeños actos cotidianos de estar juntos los que hacen florecer el amor. Es compartir, cuidar y respetar al otro. Es construir una vida juntos, una familia y un hogar. Cuando dos vidas se unen para formar una sola, con el tiempo llega un momento en que cada miembro de la pareja siente que forma parte del otro, en que cada miembro de la pareja ya no puede visualizar la vida sin el otro”.
Esta cualidad del amor la ilustra maravillosamente Rab. Aryeh Levin, conocido como el tzadik (persona justa) de Jerusalén, que una vez acompañó a su esposa al médico. Le explicó al médico: “Doctor, nos duele el pie de mi esposa”. Amaba tanto a su esposa que realmente se sentía uno con ella hasta el punto de sentir su dolor como propio.
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