Un grupo de amigos discutía sobre qué harían de diferente si fueran ellos quienes dirigieran el mundo en lugar de di-s. uno dijo: “erradicaría las enfermedades, el hambre y la pobreza”. otro dijo: “me desharía de los desastres naturales”. un tercero sugirió: “aboliría la intolerancia y los prejuicios de todo tipo”. el último del grupo, que había permanecido en silencio escuchando a los demás, dijo finalmente: “yo mantendría el mundo exactamente como está, excepto que entendería el porqué de las cosas”.

Es físicamente imposible para el cerebro humano, con sus limitadas capacidades, comprender a un Di-s infinito o, en su caso, comprender Sus caminos, como tan lúcidamente lo expresa una célebre enseñanza citada por primera vez por el filósofo judío medieval R. Yosef Albo:1 “Si yo lo comprediese a Él, pues sería Él”.

Como resultado, tenemos grandes dificultades para afrontar el dolor y el sufrimiento inevitables de la vida, principalmente porque sólo tenemos acceso a una visión parcial del panorama general. Por lo tanto, nos queda sólo una parte de la historia en la que desempeñamos un papel integral.

Esto puede compararse a un paciente que, sometiéndose a una intervención quirúrgica, imprevistamente despierta en medio de los procedimientos sin recordar por qué se encontraba allí. Lo único que puede allí en el quirófano es su cuerpo abierto junto a un grupo de enmascarados blandiendo sus cuchillos sobre él. Por supuesto, se horroriza. Hasta que el médico le explica el propósito de aquella dolorosa práctica, después de lo cual puede relajarse y permitir que el médico culmine su trabajo, que le salva la vida o al menos la mejora.

En pocas palabras, nuestras limitaciones de perspectiva nos impiden comprender el significado profundo de nuestras experiencias dolorosas, lo que conduce a un sentimiento de aflicción. No es exagerado decir, que pocas cosas en la vida causan más sufrimiento que la sensación de que nuestro dolor es en vano.

Este predicamento existencial halla alusión en la palabra hebrea que define la desgracia, tzará, que tiene su raíz etimológica en la voz tzar, “estrecho”. En el pensamiento judío somos propensos al sufrimiento psicológico y espiritual a causa de nuestras experiencias dolorosas o desafiantes, porque sólo podemos ver una estrecha porción del panorama general. Por lo tanto, el antídoto contra las tzarot, el sentimiento existencial de desgracia, es ampliar el campo de visión y tratar de ver la vida y el mundo desde la perspectiva de Di-s, por así decirlo.

Aprender a ver la realidad desde esta perspectiva no es fácil. Requiere una firme confianza en que Di-s lo controla todo, incluso las minucias de la vida cotidiana, que, en definitiva, Di-s es bueno, que Di-s sólo pretende el bien para nosotros y por consiguiente, todo lo que Él hace es con la intención de acercarnos al bien supremo que nos aguarda. La idea de que hay un bien inherente en todo lo que Di-s hace está fuertemente reflejada en el dictado talmúdico:2 “Uno debe bendecir por el mal que le sucede igual que lo hace por lo bueno”. De hecho, al recibir una mala noticia, por ejemplo sobre el fallecimiento de un ser querido3 , se recitan las palabras “Bendito es el verdadero Juez”, enfatizando así la creencia judía de que incluso cuando no entendemos por qué ocurren ciertas cosas, tenemos fe en que hay un propósito Divino detrás de todo.4

Este es, en pocas palabras, el fundamento de la cosmovisión judía. Y, conforme a esta cosmovisión, todos tenemos la capacidad de superar o transformar cualquier dificultad o adversidad que podamos experimentar eligiendo de manera proactiva buscar el significado y el bien ulterior que subyace en dicho obstáculo.

Esto no significa que nunca experimentaremos incomodidad o incluso un dolor insoportable y aparentemente intolerable. Pero cuando somos capaces de contextualizar nuestro dolor como parte de un bien mayor, aunque esté más allá de nuestra comprensión, podemos incluso inspirarnos para aprovecharlo como combustible para futuro crecimiento y evolución. En palabras de Victor Frankl:5 “De alguna manera, el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que halla un sentido”.

De hecho, las mismas letras de la palabra hebrea para “por qué”, lama, también significan lemá, “¿para qué?” o “¿hacia qué fin?”. Esto transmite el enfoque judío de la lucha y el desafío, que no consiste en preguntar: “¿Por qué a mí?”, sino “¿Y ahora qué?”. En otras palabras, ¿cómo puedo utilizar este contratiempo como trampolín para crecer y desarrollarme?

Curiosamente, las letras que conforman el vocablo tzará forman también la palabra tzohar, “ventana”6 . En otras palabras, el sufrimiento abre una ventana a nuestros rincones más profundos, permitiéndonos tomar conciencia y obtener acceso a potenciales latentes y reservas más profundas de energía y percepción que de otro modo habrían permanecido en estado latente.

Ésta es una de las bendiciones ocultas del dolor y los desafíos en la vida: nos dan la oportunidad de hacer una pausa, reflexionar, profundizar y crecer más allá de lo que creíamos posible. El dolor nos empuja a salir de nuestra zona de confort y nos impulsa a realizar el duro trabajo de adaptación y evolución. Sin él, nos quedaríamos a salvo en nuestro status quo y nunca nos arriesgaríamos a convertirnos en lo que estamos destinados a ser.

Además, el dolor puede abrirnos una ventana a las experiencias de los demás. Por lo tanto, otra bendición del dolor es que puede servir como agente de empatía, permitiéndonos conectar, relacionarnos y comprender el sufrimiento y otras situaciones distintas a las nuestras, ampliando así nuestro corazón y nuestra visión del mundo. Un ejemplo interesante de esto, puede encontrarse en el Midrash.7 Tras la venta de José por sus hermanos, el hermano mayor, Judá, que de alguna manera fue el responsable de la venta de José a la esclavitud, se casa y tiene varios hijos, que mueren jóvenes. El Midrash comenta que esta serie de acontecimientos dolorosos en su propia vida tenía por objeto dar a Judá una comprensión más profunda de lo que su padre, Jacob, había sufrido tras la repentina desaparición de José: el dolor por la pérdida de un hijo.

Esta idea se profundiza y refleja en la palabra hebrea utilizada para “sentimiento”, reguesh, que se compone de las mismas letras que la palabra puente, guesher. Los intensos sentimientos que experimentamos en los momentos difíciles no sólo nos proporcionan una visión empática de lo que han sufrido los demás, sino que también pueden tender un puente entre nuestras vidas y las de los demás, revelando los puntos en común que compartimos con tantas personas a las que consideramos muy diferentes.

Tan omnipresente en el judaísmo es este enfoque liberador, orientado al procesamiento del dolor y el sufrimiento, que se pueden encontrar rastros de él en las estructuras de las raíces de las letras de la lengua hebrea. Por ejemplo, con las letras de la palabra hebrea para “mal”, ra, también se escribe er, que significa “despertar”.

En otras palabras, las cosas malas, difíciles o dolorosas que nos acontecen están destinadas a despertarnos, a activar algo más significativo dentro de nosotros y conectarnos con nosotros mismos y con los demás de manera más profunda.

Del mismo modo, la palabra avak, “luchar”, comparte las mismas letras que avuká, “antorcha”, lo cual sugiere que nuestra lucha existencial con la vida y sus obstáculos es lo que enciende nuestra llama interior. Esta misma dinámica se refleja en la palabra ptil, que significa “lucha” y también significa “mecha”, como la mecha de una antorcha o vela.

De manera sorprendente, todo esto puede hallarse nuevamente dentro de la palabra tzará cuando permutamos sus letras para formar la palabra ratzá, que significa “querer”, “desear”. Experimentar la desgracia puede ayudarnos, como una ventana, a clarificar qué pretendemos en la vida. Además, ratzá también está relacionada con la palabra ratz, “correr”, que a su vez está relacionada con ratzón, “fuerza de voluntad”: Cuando deseamos algo, ejercemos nuestra fuerza de voluntad y corremos tras ello.

Tomando los citados conceptos en conjunto, podemos decir que afrontar nuestros desafíos personales enciende la mecha de nuestra alma con el fuego de nuestro deseo y la voluntad de cambiar, crecer y evolucionar para mejor.

Este concepto, del factor positivo oculto dentro del sufrimiento mismo, se halla aludido en las letras que componen la palabra pesha, “infortunio”, las cuales se pueden reordenar para formar shefa, “abundancia”.

Según la manera en que respondemos a las pruebas de nuestra vida, cada prueba tiene una bendición potencial para nosotros, si pudiésemos despertar nuestras reservas ocultas de energía, fe, amor, fuerza, etc. Esto se refleja en el intercambio entre el patriarca Jacob y el ángel con el que luchó, cuando Jacob se negó a soltarlo hasta que el ángel lo bendijera.

La insistencia aparentemente excéntrica de Jacob en medio de un momento tan cargado encierra una profunda enseñanza: nunca debemos dejar atrás una lucha o un desafío sin esforzarnos por extraer de allí su bendición oculta.

Además de permitirnos acceder a capacidades hasta entonces inexploradas, hacer frente a los desafíos que se nos presentan, también tiene el potencial de generar un tipo único de placer o deleite existencial. Esto se refleja en un par de palabras que comparten letras idénticas: nega, “aflicción”, y oneg, “placer”.

Oculto en lo que se presenta como afección, podemos desenterrar un excepcional placer espiritual, aunque solo sea la satisfacción de superar nuestros aparentemente insuperables desafíos. Y cuando evitamos sucumbir a nuestros propios sufrimientos, y más aún, nos esforzamos por superarnos elevándonos por sobre ellos, somos capaces de invertir las letras de la palabra mar, “amargo”, y transformarlas en ram, “elevado”.

Poéticamente, el Talmud8 compara el sufrimiento con la trituración de las olivas para obtener su aceite. Es sólo a través del doloroso proceso de arrancar, aventar, almacenar y prensar las olivas hasta el punto de disolución, que el aceite interior, que proporciona agradable sabor y nutrición, lubricación e iluminación, emerge de su interior, aceite que antes, en su estado de encapsulación, era amargo, duro e inaccesible.

Esta es la diferencia entre estar quebrado y quebrado abierto. Cuando el corazón está simplemente quebrado, está fragmentado, despedazado, destruido. En este estado, muchos caen en una profunda depresión y son incapaces de llevar a cabo siquiera las más básicas funciones. En cambio, cuando el corazón se quiebra y se abre se torna más receptivo, empático, y expresivo. A partir de ahí se pueden establecer nuevas conexiones que habrían sido imposibles en su estado existencial anterior. Ahora, un mundo nuevo y una realidad nueva pueden emerger.

Este proceso paradigmático de quebrantamiento intencionado se ilustra conmovedoramente en una única palabra hebrea: las palabras sheber, “quebrado” y mashber, “camilla de parto”, comparten la misma raíz, lo que nos recuerda que dentro de cada ruptura se encuentra el potencial para el nacimiento y el crecimiento.

De hecho, a menudo son las propias historias que contamos sobre nosotros mismos las que terminan limitándonos en lugar de definirnos. Al igual que las contracciones durante el parto, el malestar que experimentamos en situaciones dolorosas o desafiantes tiene el poder de empujarnos a salir de nuestras zonas de confort, dándonos el espacio para llegar a ser más de lo que jamás soñamos.

En última instancia, es posible que nunca lleguemos a comprender el misterio de todos los misterios: por qué existe el dolor y por qué las personas buenas sufren, pero podemos aprender a responder al dolor eligiendo atender a su llamado para observar más profundamente dentro de nosotros mismos, hacer cambios en nuestras vidas y recuperar el bien y el placer que Di-s ideó para nosotros. Como lo expresa tan conmovedoramente Leonard Cohen: “Hay una grieta en todo; así es como entra la luz”.

El Concepto

El enfoque espiritual ante la lucha y el desafío no es preguntar: “¿Por qué yo?”, sino “¿Y ahora qué?”

Sucedió Una Vez

Se enseña en nombre de R. Akiva que, ante toda circunstancia, debemos hacernos del hábito de decir: “Todo lo que Di-s hace, lo hace para bien.

“R. Akiva iba una vez por el camino [acompañado de una pequeña comitiva]. Llegaron a cierta ciudad y preguntaron por alojamiento, pero no había disponibilidad. Dijo [a sus angustiados compañeros]: ‘Todo lo que Di-s hace, lo hace para bien’; y se fueron a dormir al campo, en las afueras de la ciudad. R. Akiva llevaba consigo un gallo, un burro y una vela. Una ráfaga de viento apagó la vela; un gato devoró al gallo; y un león devoró al burro. Pero R. Akiva, lejos de desanimarse, nuevamente dijo: “Todo lo que Di-s hace, lo hace para bien”. Aquella noche, un grupo de bandidos tomó a todos los habitantes de la ciudad en cautiverio. Resultó así que solamente R. Akiva y sus compañeros, que no estaban en la ciudad y tampoco tenían ninguna vela encendida, ningún gallo ruidoso ni burro que delatara su presencia, quedaron a salvo.

“Dijo entonces R. Akiva [a sus compañeros de viaje]: ‘Eso es lo que les he enseñado: ¡todo lo que Di-s hace, lo hace para bien!’.”9