Esta anécdota ocurrió en febrero de 1996, cuando yo, Gabriel Benayon, tenía 16 años de edad. En esa época vivía en Uruguay junto con mis padres y hermanos. Mi hermano menor, Daniel, tenía 14 años y ya había iniciado su proceso de Teshuvá. Era habitual verlo participar de las actividades religiosas organizadas por Beit Jabad de Montevideo.
Mi padre, estaba por encima de los cuarenta años y, también mostraba cierto interés por la religión; sin embargo, mi madre, mi hermana y yo, no teníamos ningún interés por cumplir con todos los mandamientos religiosos.
Todo cambió para mí a partir del siguiente escenario; estábamos invitados al matrimonio de una joven que conocíamos. Ella, no era muy religiosa y se había enamorado de un joven religioso, se conocieron en la universidad y el vínculo entre ellos creció tanto que, a pesar de sus diferencias religiosas, decidieron formar un hogar.
La ceremonia la ofició el director de Jabad en Montevideo, rabino Eliezer Shemtov, según la ley de la Torá.
La fiesta no se efectuó al estilo ortodoxo. Si bien la comida era Kasher, lo cual, en esa época era poco usual en Montevideo, la música que se escuchaba era de la época y no había separación entre hombres y mujeres.
En el salón, solamente, había unos veinte o treinta amigos del novio que eran religiosos y, cuatrocientos invitados que no eran observantes.
Después de varias horas de música y baile, fui testigo de la siguiente conversación. El rabino se acercó al encargado de la música con un pequeño casete en la mano, y le dijo:
̶ Quiero pedirle un favor personal.
̶ Dígame señor rabino, respondió el DJ.
̶ Como podrá observar, el novio está sentado sin poder bailar, es un judío ortodoxo, y esta música no es la apropiada para él. Quisiera que usted coloque este casete de música judía, para bailar un par de rondas con él y alegrarlo el día de su matrimonio.
Es importante aclarar que, hasta ese momento, el novio estaba sentado con sus amigos, sin poder celebrar su propia alegría. Todos los religiosos estaban apartados y parecían peces fuera del agua.
El DJ, al escuchar lo que el rabino solicitaba, le dio varias excusas; pero, el rabino firme en su pedido, insistió a más no poder. Es una gran Mitzvá alegrar al novio, por favor, solo unos pocos minutos, es todo lo que le pido.
Finalmente, el DJ accedió, pero con una condición; únicamente quince minutos rabino, no más. Yo estaba escuchando toda la conversación y pensaba para mis adentros: estos religiosos, siempre tienen que marcar la diferencia. ¿Qué tiene de malo la música que estamos escuchando? ¿Acaso se creen mejores por llevar una vida más observante?
El rabino junto con el novio, sus veinte amigos y un par de jóvenes de la Yeshivá, pasaron al salón contiguo, donde previamente se había servido el aperitivo. Mientras tanto, yo permanecí sentado junto a mi mesa, tratando de reunir fuerzas para continuar con el baile.
De pronto escuché una música que hasta el día de hoy me estremece el corazón. La canción de Baruj Habá Melej HaMashiaj, esa melodía me sacudió tanto, que no pude contenerme, fui a ver lo que estaba pasando en el salón de al lado. Esa misma sensación se apoderó de la multitud de invitados que, rápidamente se fueron acercando al pequeño salón. La escena que se desarrolló, cambió mi vida para siempre.
Aquellos religiosos, y unos cuantos jóvenes de la Yeshivá, bailaban con una fuerza y un entusiasmo que yo jamás había visto. La energía era sublime, como si cada uno estuviera celebrando una alegría personal.
Nunca había experimentado algo así; yo era un joven que no comprendía cómo alguien podía dejarse llevar de ese modo por la música. Estaba siempre preocupado por la impresión que podía generar en los demás, no tenía la libertad de expresar mis emociones y, ese grupo “tan distinto” bailaba con absoluta naturalidad.
Recuerdo que en ese momento mi mente se avivó haciendo las siguientes preguntas. ¿Cómo pueden estar tan felices? ¿Qué es lo que les permite ser libres del qué dirán?, ¿Qué será lo que ellos saben que yo todavía ignoro?
En ese momento reconocí, que esas personas, a través de su conexión con D-os, estaban por encima de las condiciones sociales y, eran capaces de regocijarse con el novio. Tenían la habilidad de vencer su ego y en eso consistía la fuente de su alegría.
Fue tanto el júbilo, que no pude evitar unirme, esa noche bailé como nunca antes. La alegría natural era tan contagiosa, que no tenía que esforzarme para estar feliz. No necesitaba otras distracciones o estímulos, ¡me sentía verdaderamente libre! como nunca antes lo había estado.
Después de los bailes, me acerqué a los jóvenes de la Yeshivá y empecé a conversar con ellos. Al percibir mi entusiasmo, uno de ellos, aprovechó para compartir conmigo algunas palabras. Ese fue mi primer Shiur oficial de Torá.
A la mañana siguiente, asistí a una sesión de estudios en la Yeshivá de Montevideo y dos meses más tarde, me inscribí oficialmente en la Yeshivá Tomjei Temimim de Argentina.
El resto es historia, gracias a la transparencia que ellos mostraron, mi vida cambió por completo. El haber presenciado una alegría tan pura, me demostró la fuerza que tiene el alma judía y generó un despertar en mí. Aquella noche comprendí que la verdadera libertad solo es posible cuando uno vive por encima de su ego.
Actualmente me desempeño como rabino en Panamá. Mi objetivo diario es poder demostrar esa misma transparencia y servir como guía a todas las personas que anhelan vivir sin
las limitaciones del mundo material.
Para Reflexionar
El Rebe de Lubavitch solía entregar dólares a las personas que iban a verlo, para que ese dólar fuera entregado en Tzedaka. En una ocasión explicó el motivo, dijo que, cuando dos judíos se encuentran, debe surgir algún beneficio para un tercero.
Eso es exactamente lo que ocurrió aquella noche; el rabino Shemtov entendió la situación del novio y tomó la iniciativa de alegrarle el día; con esa iniciativa, terminó beneficiándose una tercera persona: yo.
La fuerza que recibí esa noche me impulsó a ser rabino y actualmente, tengo la dicha de poder impactar a cientos de personas, a través de la energía eterna de la Torá.
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