Menos de una semana después que el tzadik Rabí Levi Itzjak se mudara a Berdichev en 1785, para servir como Rabino principal, tres hombres golpearon a su puerta para pedirle que fallara en un tema de ley judía que había surgido entre ellos. Éste sería su primer caso en su nuevo cargo como juez rabínico.

Un rico comerciante del cercano pueblo de Hemelnick había llevado varios barriles de miel para vender en la gran feria de Berdichev. Desafortunadamente, justo en ese momento el precio de la miel tuvo una importante caída. Para evitar una pérdida en su inversión, le pidió a un conocido que le guardara la miel hasta que los precios volvieran a subir.

Los dos eran viejos amigos y el que vivía en Berdichev estaba contento de poder satisfacer el pedido. Cada uno conocía la absoluta honestidad del otro, de manera que no pusieron por escrito ningún detalle de su arreglo, ni llamaron a testigos.

Pasó el tiempo. El precio de la miel se mantuvo bajo, de manera que los barriles permanecieron en el sótano en Berdichev, sin que nadie los tocara ni notara su presencia.

Pasó más tiempo. El hombre en cuya propiedad estaba almacenada la miel,  contrajo una enfermedad mortal y falleció. Todo sucedió tan rápidamente que no llegó a explicarle a su familia nada con respecto a la situación de sus asuntos.

Siguió pasando el tiempo. Por fin el precio de la miel empezó a subir lentamente. Cuando el aumento fue importante, el dueño de los barriles se presentó en la casa de su amigo fallecido y les reclamó la miel a los hijos que habían heredado y tomado a su cargo el negocio de su padre. Ellos, sin embargo, al no estar enterados de este asunto por boca de su padre, se negaron a reconocer la reclamación del comerciante de Hemelnick. Después de algunas discusiones, decidieron continuar ante el bet-din (Corte Rabínica) para presentar el caso ante el nuevo rabino.

El Rabí Levi Itzjak escuchó atentamente a los ligitantes, si bien la ley en un caso así era clara. Por supuesto que tendría que pronunciar sentencia contra el comerciante de Hemelnick. Aún en caso de que hubiera testigos o un documento firmado, la Torá estipula que ninguna demanda contra ‘huérfanos’ (es decir, herederos que están en desventaja por el hecho de que no tienen manera de saber qué fue lo que sucedió entre el fallecido y sus litigantes) puede ser cobrada sin antes jurar con respecto a la validez del reclamo; y, en este caso, no existía un documento ni había testigos.

Sin embargo, el Rabí Levi Itzjak estaba indeciso al tener que pronunciar su fallo y así finalizar el caso. Le molestaban dos pensamientos inquietantes. ¿Por qué, en sus primeros días en el nuevo cargo,  el Todopoderoso había dispuesto que su fallo inaugural fuera sobre algo tan sencillo y bien definido, sin margen de maniobra ni a derecha ni izquierda como para intentar ninguna clase de acuerdo? ¿Podría ser una señal del Cielo que su costumbre de siempre buscar un acuerdo y término medio no era correcto? ¿Unicamente la estricta observancia de la letra de la ley puede ser considerada el camino de la verdad?

El otro pensamiento que lo hacía sentir incómodo era: ¿Por qué el Juez de los Jueces dispuso las cosas de manera tal que precisamente su primer fallo en este pueblo fuera considerado extraño por toda la población? Después de todo, el comerciante de Hemelnick era bien conocido por todos en el pueblo como un hombre escrupulosamente honesto, como alguien que ya era rico y, por lo tanto, libre de presiones económicas, y tan lejos del robo como lo están el este del oeste. Además, todos sabían que el comerciante y el fallecido eran viejos amigos que se tenían una implícita confianza y que, en sus transacciones, nunca recurrían a documentos o testigos. Ciertamente todo el pueblo estaría prestando atención en el primer fallo dictado por su nuevo rabino. Con seguridad todos se preguntarían: ¿Por qué la ley de la Torá estaría en una posición tan opuesta al sentido común? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?, pensaba para sus adentros Rabí Levi Itzjak.

A pesar de todo, todavía no podía resignarse a emitir el fallo. La contradicción entre el sentido natural de lo que era justo y la ley de la Torá era demasiado grande. A pesar que el demandante y los acusados aguardaban su palabra, él les pidió que lo disculparan por algunos minutos más. Volviéndose hacia un rincón del cuarto, en silenciosa plegaria dejó salir su frustración, implorando a D-os que lo iluminara con comprensión.

De pronto, el dueño de la miel saltó de su asiento como si le hubiera caído un rayo y exclamó: “¡Me acuerdo! ¡Me acuerdo!” Tan anonadado estaba por su recuerdo, y tan convencido estaba de su importancia, que no dudó en interrumpir al Rabino que estaba parado en el rincón, absorto en su oración personal.

“Honorable rabino, discúlpeme por favor”, exclamó agitado y en voz alta. “¡Mientras esperaba aquí tuve la más asombrosa toma de conciencia!” Como un chispazo, un viejo recuerdo, en el que no había pensado en muchos años, pasó por mi mente. ¡Recuperado del olvido! Estoy hablando de algo que sucedió hace cincuenta años, cuando yo era apenas un muchachito.

“Nuestro padre falleció inesperadamente, dejándonos una gran herencia en efectivo y patrimonio. Incluido en ello había un depósito lleno de barriles de vino y de aceite”.

“Un día, el padre de estos dos jóvenes -que en paz descanse- vino a nuestra casa en Hemelnick. Afirmaba que el vino y el aceite eran suyos, que él los había dejado almacenados en lo de mi padre, en custodia. En ese entonces,  mis hermanos y yo éramos todavía muy jóvenes y nunca nos habíamos visto involucrados en ningún asunto de negocios de nuestro padre. No teníamos idea de lo que se suponía debíamos hacer, pero nos resistíamos a ceder la mercadería así nomás.”

“Fuimos todos a ver al rabino del pueblo y le presentamos nuestro caso. El falló a favor nuestro, explicando que no se le podía sacar nada de la herencia de los huérfanos sin contar con una prueba absoluta y un juramento. El vino y el aceite quedaron en nuestro poder. Después de un tiempo, vendimos el lote completo a buen precio.”

“¡Lo que me acabo de dar cuenta es que el dinero que recibimos por ese vino y aceite es exactamente el mismo importe que el valor de mi miel, que está ahora en poder de los hijos de mi finado amigo!”

El rostro de Rabí Levi Itzjak brillaba de felicidad interior. Con su adecuada comparación de los dos acontecimientos paralelos, separados por cincuenta años, el comerciante había resuelto su propio caso actual. Por el mismo motivo por el cual, tanto tiempo atrás y siendo huérfano, tuvo derecho a quedarse con el vino y el aceite, ahora él tenía que renunciar a su demanda contra esos huérfanos por la miel. 

Ahora, para Rabí Levi Itzjak todo estaba claro: la Divina Providencia le había enviado este caso, tan prematuramente en su nuevo cargo, para enseñarle una importante lección. No siempre lo que parece ser obvio y verdadero a los ojos de los humanos es necesariamente verdadero, o incluso justo. La verdad absoluta reside solamente en las leyes de la Torá. El libro mayor de D-os siempre está abierto, y todas las cuentas se consideran y equilibran permanentemente. Algunas podrán llevar cincuenta años para ser consideradas, otras más, otras menos. Lo que está garantido es que el Señor del Universo supervisa constantemente para estar seguro que se haga justicia.

Rabí Levi Itzjak de Berdichev (1740-1810) es uno de los Rebes más populares de la historia jasídica. Era un discípulo allegado al segundo líder del movimiento jasídico, el Rabino Dovber, el Maguid de Mezritch. Es mejor conocido por su amor por cada judío y su permanente intercesión ante D-os, en su nombre. Muchas de sus enseñanzas están contenidas en Kedushat Levi, publicado después de su fallecimiento.