Érase una vez un hombre fabulosamente rico llamado Sr. Farbes. Pero era desdichado.
Probó todo lo que pudo para aliviar esta desdicha: fue a médicos pero le dijeron que estaba completamente sano. Se dedicó a la música, a los deportes, a los hobbies, a bailar, se fue de viaje e inclusive trató la meditación, pero nada parecía ayudar; estaba aburrido y deprimido.
Sin ninguna otra opción, fue a ver un sabio para obtener consejo.
"Su problema", le dijo el sabio, "es que nunca hizo beneficencia. Vive totalmente para sí mismo, por eso es desdichado. Si quiere ser feliz, empiece a ayudar a otros."
¡Era una idea en la que no había pensado! Haría beneficencia y se liberaría de su melancolía. Dejó al sabio con una nueva esperanza.
Pero descubrió que no era tan sencillo. Dar dinero era un mundo completamente nuevo para él y no sabía por dónde empezar.
La mayoría de la gente que parecía pobre le daba la sensación de que realmente no lo era. Por otra parte tenía la seguridad de que debía haber mucha gente que realmente necesitara dinero pero no parecía necesitarlo.
No podía sólo dársela a cualquiera; si lo daba a gente que no lo mereciera, no estaría haciendo verdadera beneficencia. Pero por otra parte tenía que dar o se volvería loco. Debe haber otra forma de encontrar quién está realmente necesitado.
De repente se le ocurrió una idea: le daría solo a la gente que hubiera perdido toda esperanza. Eso, concluyó, era verdadera pobreza.
Se puso su saco y comenzó a recorrer los lugares donde podría encontrar a los desafortunados: hospitales, orfanatos, cárceles, bares, barrios carenciados. Pero no tuvo ningún éxito.
Todo aquel con quien hablaba tenía alguna esperanza en la vida. Encontró gente con problemas, enfermedades, deudas, enemigos; encontró gente sin hogar, sin dinero, sin trabajo, minusválidos, pero ninguna que hubiera perdido la esperanza.
Estaba empezando a desesperarse.
Un día, mientras estaba caminando por una calle lateral, escuchó un gemido que venía desde una pila de chatarra. Caminó excitado en esa dirección. Allí, sentado sobre una pila de chatarra había un hombre con ropas andrajosas, cubierto con forúnculos y lamentándose como Job.
"¿Qué le pasó?", le preguntó Farbes ansiosamente.
"¡Ayyy!, no pregunte," contestó el hombre hamacándose para adelante y para atrás y agarrándose la cabeza con las manos. "¡Perdí todo, todo! ¡Ooy! Mi dinero, mi trabajo, mi casa, amigos, familia, todo! ¡Y ahora tengo estos forúnculos! ¡Ayyy!"
"Dígame", le preguntó el hombre rico con excitación, "¿todavía tiene esperanza?"
"¿Esperanza?", respondió. "¿Qué quiere decir con esperanza?"
"Usted sabe", dijo el hombre rico, "esperanza en que las cosas mejorarán."
"¡Por supuesto que tengo esperanza!" El hombre pobre lo miró con los ojos bien abiertos y le contestó: "en tanto esté sobre la tierra y la tierra no esté sobre mí tengo esperanza. No hay esperanza en la tumba. ¿Está buscando desesperanzados? Vaya al cementerio."
Farbes estaba ahora desesperado. ¿Estaría condenado a una vida de dolor?
¿No había alguna forma en que pudiera dar dinero?
De repente se le ocurrió…. ¡Seguiría el consejo del hombre! Iría al cementerio y pondría allí su dinero.
Sabía que era una remota posibilidad y que tampoco era dar caridad exactamente. ¡Pero al menos era dar! Y el dinero ciertamente no caería en manos equivocadas. Esa misma noche, a medianoche, llevó una bolsa de dinero y una pala y entró furtivamente en el cementerio, eligió una tumba al azar, cavó un pozo, tiró adentro el dinero, lo cubrió y se fue tan secretamente como había entrado.
Tan pronto como llegó a su casa, se sintió mejor. Era como haberse sacado un peso del corazón. No tenía ningún sentido, pero ¿qué le importaba? Finalmente era feliz. ¡Dio resultado!
Pasó un año o dos y Farbes casi se olvidó del incidente de la tumba. Pero entonces, como si fuera el destino, su rueda de la fortuna dio un giro y empeoró. El comercio no era el mismo que solía ser. Tomó algunas decisiones equivocadas; las pequeñas pérdidas trajeron pérdidas mayores. Tenía revés tras revés, hasta que cinco años más tarde estaba casi en bancarrota y necesitaba dinero en efectivo desesperadamente.
De repente se acordó del dinero enterrado. Esa noche entró una vez más al cementerio a escondidas, se dirigió adonde había enterrado el dinero y empezó a cavar tan rápida y calladamente como le era posible a la misteriosa y tenue luz de la luna. Un viento frío hizo estremecer sus huesos mientras silbaba entre los árboles... estaría realmente feliz de salir de allí. Sólo unos minutos más…
"¡Manos arriba!" Tronó una voz detrás de él. "¡Póngalas para arriba y manténgalas! Policía". Las rodillas de Farbes comenzaron a temblar y casi se cae del susto. "Ahora dése vuelta lentamente", tronó la voz otra vez.
Se dio vuelta para ver un gran revólver apuntándolo con un policía detrás.
"¿Robando a los muertos, ehhh? ¡Qué bajo puede llegar! ¡Pah!", dijo el policía mientras esposaba al pobre Farbes.
Trató de explicarle, pero estaba temblando tan incontrolablemente que todo lo que pudo decir fue: "no… P-p-pero... Yo sólo..." En unos minutos estaba camino a la cárcel.
Una semana después estaba este hombre arruinado ante el juez. Quien una vez fue un acaudalado hombre de negocios era ahora un pobre, un criminal sucio recién salido de una maloliente celda de una cárcel. El único consuelo que tuvo fueron las palabras de aquel hombre sobre la pila de chatarra años atrás: "mientras esté sobre la tierra y la tierra no esté sobre mí tengo esperanza…"
El oficial estaba atestiguando.
"Su señoría, lo atrapé ‘con las manos en la masa’. Estaba cavando con una pala, cavando en el cementerio tratando de robar a los muertos. También traía una bolsa donde poner los dientes de oro y otras cosas".
"¿Qué tiene que decir a favor suyo, Sr. Farbes?" El juez se volvió hacia él. "Su Señoría, no es así. Verá, hace algunos años enterré algún dinero allí porque estaba buscando a alguien que no tuviera esperanza. Es decir, tenía que hacer beneficencia porque un rabino me lo dijo, y estaba buscando a alguien…"
Farbes miró al juez para ver si lo que decía tenía sentido.
"Sí, continúe", le dijo el juez.
"Bueno, encontré a este hombre cubierto de forúnculos en una pila de chatarra, y me dijo que fuera al cementerio. Allí fui y enterré el dinero, y ahora lo necesito de nuevo".
"¿Usted cree eso?", exclamó el policía atónito. "Perdóneme, su Señoría, pero ésta es la mentira más loca y confusa que he oído!"
"Sí, le creo", dijo el juez enfáticamente. "Ese hombre está diciendo la verdad. Libérenlo, es inocente".
"¿Qué, su Señoría?", dijo el policía no creyendo lo que escuchaban sus oídos.
"Dije que lo liberen. Libérenlo de inmediato."
De vuelta a la calle, un incrédulo Sr. Farbes luchaba por encontrar sus fuerzas.
En medio de su alegría ante esta inesperada libertad, algo le estaba inquietando. A aquel juez… ¿dónde lo había visto antes? Conocía esa cara de alguna parte….
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