Un día recibí una llamada telefónica de un joven que estaba en Israel para contarme que su abuelo había fallecido en Uruguay y antes de fallecer había dejado en su testamento las instrucciones de que lo cremaran.
El joven me pidió que hablara con su padre y sus tíos para explicarles que en nuestra religión la cremación está prohibida y que según la Halajá el difunto debe ser enterrado en la tierra.
Me reuní con los deudos y con diversos argumentos traté de convencerlos de que no recurrieran a la cremación. El padre de la muchacha, hijo del difunto, resistió, argumentando que, dado que esa era la voluntad de su padre, no tenía más remedio que cumplir con su deseo.
Y si te dijera que tu padre ha cambiado de parecer, ¿lo cremarían?, pregunté.
Si mi padre hubiera cambiado de opinión no lo haría, afirmó el hijo; pero ¿cómo puede usted afirmar semejante cosa, rabino?
Muy simple, contesté. Mientras el alma se encuentra aquí en el plano terrenal, envuelta en el cuerpo, el ‘filtro’ del cuerpo distorsiona la percepción del alma y uno cree que quiere lo que realmente no quiere y viceversa.
Al fallecer, el alma se libera del lente distorsionador del cuerpo y ve las cosas por lo que realmente son. Y quiere hacer únicamente aquello que coincide con lo que D-os quiere; y D-os quiere que el cuerpo sea enterrado y no cremado.
Entiendo que el alma quiera hacer lo que D-os quiere. Pero ¿cómo sabe usted qué es lo que D-os quiere en este momento? insistió el hijo, preocupado por hacer lo correcto.
Lo que D-os quiere está delineado en el Shulján Aruj, el Código de Leyes Judías, aclaré, sin titubear.
Rabino, ¿está usted totalmente seguro de eso?
¡Absolutamente!, respondí. ¡Sin ninguna duda!
La familia tomó en cuenta mis palabras, sintió un gran alivio, y el entierro se realizó como lo establece la ley judía en el Cementerio Israelita de La Paz.
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