La mañana después de una de las mayores victorias obtenidas por Napoleón,  éste convocó a los comandantes de sus diferentes legiones a una ceremonia fastuosa en su sala de guerra, para recompensar la valentía que habían mostrado en la batalla.

El comandante de las tropas de Bavaria se adelantó, e hincando una rodilla ante su rey declaró: “¡Solicito la autonomía para Bavaria!”

“¡Y así será!” proclamó el Emperador a los ministros y oficiales presentes en la ceremonia. “¡Autonomía para Bavaria!”

El general de Eslovaquia dio un paso adelante, hincó la rodilla e hizo una declaración similar, “¡Libertad para Eslovaquia!”

“¡Y tendrán la libertad!” exclamó Bonaparte.

Y lo mismo sucedió con los generales de Arabia y de Ucrania. “¡En nombre de D-os, le serán concedidas la autonomía y la existencia como estado a Arabia y a Ucrania!” anunció Napoleón.

Finalmente avanzó el jefe de la legión judía. “¿Y qué es lo que solicitas tú, mi fiel amigo?” le preguntó Napoleón. ¿Qué recompensa solicitas por tu valentía?”

“Quisiera una taza de café con leche caliente, sin azúcar, dos béiguels con queso crema, acompañadas de un poco de salmón.”

Sin dudar un instante, Napoleón envió a uno de sus oficiales a que trajera el pedido del judío, saludó a los presentes y se retiró de la sala. Mientras tanto llegó el desayuno y el general judío se lavó las manos, se sentó y empezó a comer mientras los generales lo miraban asombrados.

“¡Eres un tonto!”, le espetó uno de los generales. “¿Por qué hiciste un pedido tan estúpido? ¡Habrías podido pedir una nación, riquezas y poder! ¿Por qué desperdiciaste tu deseo en un par de roscas?”

Por un momento el judío dejó de comer, los miró con una sonrisa y contestó: “Yo al menos obtuve lo que solicité”.