La idea de compartir mi experiencia sobre este difícil proceso pretende, principalmente, crear un nexo y un sincero acercamiento a todas las personas que atraviesan situaciones similares, y así infundirles el valor para superar estos trances.

Te contaré mi historia personal respecto de la ansiedad para que sepas que no estás solo y que hay muchas personas pasando por lo mismo. El proceso por el que atraviesas, yo también lo sufrí.

Nuestros Maestros nos enseñan: “No existe hombre más sabio que aquel que ha enfrentado un desafío”. Esto significa que, a pesar de que podemos adquirir gran sabiduría estudiando y leyendo libros, el conocimiento que alcanzamos cuando superamos una prueba en la vida es infinitamente superior.

En el 2000, estaba estudiando en una Ieshivá en la ciudad de Tzfat, Israel. Mi intención era aplicar al año siguiente para obtener una beca en una renombrada Ieshivá en Morristown, Nueva Jersey. No era una tarea fácil, tanto en términos económicos como académicos, pero obtuve muy buenas recomendaciones de los rabinos de Israel y logré ser admitido.

Estaba desbordante de alegría, todos a mí alrededor podían percibirlo. Había sido admitido en una de las mejores instituciones destinadas a desarrollar mi potencial como guía comunitario, y ese era uno de los deseos más íntimos que tenía.

El ciclo de estudios se iniciaba al culminar la festividad de Sucot a finales de octubre, sin embargo, por ciertas circunstancias, no logré llegar a tiempo.

Era septiembre del 2000, antes de las Altas Festividades, yo estaba visitando a mi familia en Montevideo. Un día, aún recuerdo con mucha claridad lo que sucedió, mi hermana llegó muy agitada y nos dijo que le había aparecido una protuberancia en el cuello. De inmediato, nos dimos cuenta de que era posible que pudiera tratarse de un tumor. Se hacía necesaria con urgencia una entrevista con un profesional. Una vez que visitamos al médico, él confirmó nuestras sospechas e indicó una intervención quirúrgica. Se iniciaron los preparativos para la cirugía con suma rapidez.

Como es de esperar, los días que antecedieron a la cirugía de mi hermana Sabrina, quien en ese entonces tenía apenas diecisiete años, fueron muy angustiantes para toda la familia, pero por fin, seis semanas después, llegó el día. Mi hermana fue operada y gracias a Di-s la cirugía fue un éxito, sin embargo, esa experiencia fue la que abrió las puertas para que aparecieran los primeros síntomas de ansiedad en mi vida.

Desde el momento que me enteré de la situación de mi hermana hasta el día de la cirugía, mi preocupación fue incesante y en aumento.

La operación tendría lugar dos semanas después de las Altas Festividades, es decir, unos quince días después del inicio de los estudios en la Ieshivá. Estaba confundido, no sabía qué hacer. Por un lado, sentía la responsabilidad de quedarme y apoyar a mi familia, en especial, a mi hermana; por el otro, tenía frente a mí una oportunidad increíble y sabía que lo ideal era empezar los estudios en la fecha establecida.

Invadido por estas dudas, decidí consultar con una autoridad rabínica, pero esto no fue de gran ayuda. El rabino me dijo que él no podía elegir por mí, que debía tomar mi propia decisión.

Me decía a mí mismo: “Debo estar presente”, “No puedo irme como alguien insensible y darle la espalda a mi familia”.

A su vez, veía cómo mi hermano, quien también había planeado su viaje a una Ieshivá en Israel, fue mucho más decidido que yo. Él pensó con frialdad y concluyó que lo ideal sería iniciar sus estudios a tiempo, pero nos aseguró que el día de la cirugía viajaría al Muro de los Lamentos para rezar por ella.

Yo no tuve esa visión y opté por quedarme y aplazar el comienzo de mis estudios. Hoy reconozco que el verdadero motivo por el cual decidí quedarme no fue solo para acompañar a mi familia, sino porque sabía que si la operación no hubiese sido exitosa, no me lo habría perdonado.

Finalmente, partí a la Ieshivá en Nueva Jersey con casi tres semanas de retraso. Desde el comienzo, me resultó una experiencia difícil. El hecho de haber llegado tarde me puso en una situación complicada. Por un lado, tenía que adelantar en las lecciones de Guemará; mientras que, por el otro, debía acostumbrarme a las clases en idish. Y como si esto fuera poco, al pasar los días todo se complicó aún más.

Era un jueves por la noche, recuerdo que me desperté muy agitado. Había tenido una terrible pesadilla en la que veía la tristeza de mis padres ante la desafortunada noticia de que mi hermana ya no estaba con nosotros (Di-s libre). En el sueño, esta escena se veía muy real. Bajé de la cama. Al principio me encontraba intranquilo, pero luego entendí que se trataba de un mal sueño y decidí volver a acostarme.

Tan pronto logré conciliar el sueño, esa terrible imagen resurgió en mi mente; lo mismo ocurrió durante aquella noche tres veces más: despertaba y, cuando volvía a quedarme dormido, la misma escena regresaba para atormentarme.

A la mañana siguiente, apenas me desperté, corrí a llamar a mis padres a Montevideo para preguntarles por la salud de mi hermana Sabrina. Mi papá contestó el teléfono y al percibir mi preocupación me preguntó si yo estaba bien. Le respondí que sí, que deseaba saber cómo se sentía ella. Mi padre respondió que gracias a Di-s estaba muy bien. Sin embargo, aún después de escuchar esto, me sentía ansioso y necesitaba cerciorarme por mí mismo, así que le pedí que la pusiera en la línea.

Al tomar la llamada, ella se sorprendió mucho. Se me escuchaba muy preocupado, y ella no lograba entender por qué. La agobiaba con una infinidad de preguntas sobre su estado de salud. Ella insistía en que todo estaba bien y que no había nada de qué preocuparse, pero mis temores persistían.

Cuando colgué el teléfono, me di cuenta de que algo andaba mal conmigo, no era el mismo de siempre. Me sentía muy angustiado sin ninguna razón aparente. Mis padres y mi propia hermana me habían asegurado de que todo estaba marchando en forma excelente, pero pese a sus comentarios mis miedos eran cada vez más intensos. Solo con recordar la terrible pesadilla de la noche anterior, me deshacía en llanto.

A partir de ese día, conciliar el sueño durante las noches fue una misión imposible. Mis compañeros no comprendían qué me estaba ocurriendo. Me sentía muy mal. De repente, comencé a sufrir mareos muy intensos, sentía que en cualquier momento me podía desmayar y no sabía qué hacer para calmarme.

Todo a mí alrededor parecía muy extraño, como si estuviera viendo una película proyectada frente a mis ojos, pero de la que no formaba parte. Recuerdo ese sentimiento de vacío que sentía en el alma y la mente, como si estuvieran en blanco. Sufría cambios bruscos en la temperatura corporal, sudoración extrema y falta de apetito. Incluso, los más exquisitos manjares me resultaban insípidos, como si mi paladar se encontrara aletargado.

Era evidente que algo no estaba bien conmigo. Jamás me había sentido de esa forma, así que con mucha tristeza decidí que debía regresar a casa y conseguir ayuda profesional.

Antes de mi regreso, opté por visitar a un médico para ver si me podía decir qué me estaba pasando y cómo debía proceder. Recuerdo que me recomendó ir a un psiquiatra. Consciente de lo terrible que me sentía, acepté su indicación.

El psiquiatra que me atendió se dio cuenta de lo mal que estaba y me recetó un medicamento que ―en su opinión― podría disminuir los síntomas para que mi viaje a Montevideo fuera más llevadero.

A pesar del objetivo de la medicación, ese viaje fue una de las experiencias más desafiantes que he vivido. Las pastillas hacían que me sintiera desorientado y aturdido, pero no combatían los síntomas.

Llegué a casa y recibí todo el apoyo de mis queridos padres, y por supuesto fijamos de inmediato una cita con una psiquiatra que nos recomendó un amigo de la familia.

Cuando llegó el día, acudí a la cita. Me sentía optimista. El apoyo de mis padres y amigos me proporcionaba mucha tranquilidad y confianza. La doctora conversó conmigo durante largo rato; por último, me diagnosticó un trastorno de ansiedad y me recetó una serie de medicamentos.

Aún recuerdo ese día vívidamente: al salir del consultorio, mi papá me pidió que le alcanzara la receta médica, apenas se la entregué él la arrugó y la lanzó con fuerza a un cesto de basura, y me dijo con determinación:

―Gabriel, ¡tú no vas a tomar absolutamente nada! La curación que necesitas debe venir de ti mismo.

Al principio la decisión de mi padre fue muy dura para mí, era como si él me estuviera exigiendo que levantara una carga más pesada de la que yo podía resistir. Sin embargo, la intensidad de sus palabras y su fe en mi capacidad de superarme me llenaron de esperanza y convicción.

Mirando en retrospectiva, puedo reconocer que su actitud me obligó a que me esforzara y a que tuviera el temple necesario para vencer mi ansiedad. Además, me doy cuenta de que para mí las medicinas hubieran sido la excusa perfecta. Hubiese sido más simple rotularme de “enfermo” y considerarme la víctima de las circunstancias que tomar la resolución de luchar con todas mis fuerzas para combatir ese padecimiento.

Al día siguiente de mi cita con la psiquiatra, una persona cercana a la familia les sugirió a mis padres que me hiciera un análisis de la glándula tiroides, pues en algunas ocasiones el mal funcionamiento de esa glándula puede originar estrés y ansiedad. Aceptamos su consejo y fuimos a consultar a un endocrinólogo.

La doctora, una especialista, me realizó un ultrasonido y determinó que mi tiroides no estaba funcionando en forma correcta. Entonces, empecé a tomar las medicinas correspondientes. En los días posteriores, concluimos que la tiroides era la raíz de mis malestares y la ansiedad fue desapareciendo paulatinamente.

¿Fue solo el mal funcionamiento de la tiroides lo que había producido esos síntomas? ¿Sería posible que la medicación que me habían recetado fuera la cura de mi enfermedad?

Al principio pensé que era así, pero luego de consultar con una serie de profesionales descubrí que, aunque mis exámenes de la tiroides mostraban una pequeña anomalía, no era racional asumir que solo eso fuera la causa de mi ansiedad.

Al fin, comprendí lo que había ocurrido: como supuse que solo se trataba de un problema con la tiroides y seguí el tratamiento indicado, empecé a ignorar la ansiedad y rechazar los pensamientos que la fortalecían. Así, ella se fue debilitando hasta desaparecer totalmente.

Esta actitud que yo adopté es lo que la filosofía jasídica denomina Eisej HaDáat, literalmente ‘Remover la atención’. Esta es considerada la práctica ideal para librarse de los miedos asociados con la ansiedad.

La sabiduría jasídica enseña que los sentimientos nacen del pensamiento. La atención que les ponemos produce sentimientos más intensos y los fortalece. Por consiguiente, al remover nuestra atención ‒Eisej haDáat‒, cortamos el cordón umbilical que los alimenta y drenamos su vitalidad hasta lograr que se debiliten y desaparezcan por completo.

EJERCICIO 1

Objetivo:

Ocupar la mente en un pasatiempo para cambiar los pensamientos negativos y reemplazarlos por pensamientos productivos y positivos. Actividad: Busca alguna actividad que siempre hayas querido hacer, como por ejemplo, aprender a tocar un instrumento, aprender a cantar, hacer un curso de fotografía, estudiar un idioma. Encárala con entusiasmo. Lleva un registro de las sensaciones que esta nueva ocupación te produce