La política ya es bastante áspera de por sí. En una comunidad pequeña puede volverse feroz, y en la vida comunitaria judía no está exenta de tornarse perversa. Tal vez parezca una exageración, pero apenas. A lo largo de la historia, muchas comunidades florecientes se vieron arruinadas por dos males gemelos: el chisme malintencionado y la ambición de poder.

Que haya desacuerdos es algo esperable. Lo sabemos bien, y muchas veces ya lo damos por hecho. No todos piensan igual, ni deberían. Si todos compartiéramos la misma visión, el mundo sería mucho más aburrido de lo que ya es.

Ahora bien, el hecho de que no pensemos igual no significa que debamos renunciar al respeto mutuo. Tenemos derecho a exigir una discusión civilizada, aun en el marco del disenso. El Rebe de Kotzk, interpretando el conocido dicho talmúdico “así como los rostros son distintos, también lo son las opiniones”, enseñaba que esa diferencia no debería incomodarnos, sino que es parte de la riqueza de la convivencia. Así como no me molesta que otros tengan otro rostro, tampoco debería molestarme que piensen distinto.

Puedo estar en desacuerdo con vos. Puedo creer que tengo la obligación de convencerte, incluso puede que no esté dispuesto a aceptar tu argumento. Pero aun así, no hay casi ninguna ideología, por más lejana que me parezca, cuya defensa no merezca al menos una charla sincera. Reconocer la humanidad del otro es el primer paso.

En la teoría, todo esto suena sensato. Pero en la práctica, la cosa cambia. Se forman bandos, se endurecen posturas, crece el resentimiento y, a veces, los vínculos se quiebran. En ese momento, uno puede sentir la tentación de alejarse, de “llevarse la pelota” y no jugar más. La pregunta es: ¿cuándo hay que quedarse a dar la pelea, y cuándo conviene retirarse?

Este dilema lo vivió una comunidad judía en un pequeño shtetl de Polonia. Una disputa que se venía gestando hacía meses estaba dividiendo a la población. Casi la mitad del pueblo se había volcado al jasidismo; el resto, en cambio, se declaraba mitnagdim, sus opositores.

Aceptar que viejos amigos abandonen ciertas tradiciones compartidas y adopten un nuevo camino no es fácil. Por eso, los mitnagdim intentaron presionar a los jasidim para que abandonaran su estilo y regresaran a las prácticas anteriores. A veces, esa presión cruzó la línea del respeto y se convirtió en persecución.

Cuando los jasidim sintieron que ya no podían más, muchos empezaron a contemplar la idea de separarse formalmente de la comunidad establecida y formar sus propias instituciones, donde pudieran vivir y rezar en paz.

Antes de tomar una decisión tan radical, acudieron al consejo del venerado Rabí Israel, el Maguid de Kozhnitz, guía espiritual de la región. Para sorpresa de muchos, el Rebe les aconsejó no romper con la comunidad. Les pidió que se quedaran y que siguieran defendiendo su postura, pero desde adentro y con respeto.

El Maguid les recordó que la Torá relata muchos conflictos y desacuerdos, pero que solo una vez se ordena explícitamente: “Apártense de esta gente” (Bamidbar 16:21). Esa orden fue dada en el caso de Koraj y su grupo rebelde.

¿Qué tenía de diferente la disputa de Koraj con Moshé respecto de otras rebeliones? ¿Por qué en ese caso D-os mismo instruyó al pueblo a apartarse por completo y no intervenir?

Porque Koraj no discutía por convicción. Su objetivo no era defender una verdad, sino provocar una ruptura. Su “rebelión” era una disputa sin sustancia, una pelea por el simple hecho de pelear. Una división hecha y derecha.

Cuando alguien discute con vos por religión, ideología o política, puede que te incomode su tono, sus métodos o su estilo. Pero mientras la intención de fondo sea honesta, todavía hay margen para el diálogo respetuoso. Incluso si en algún momento esa persona se extralimita o recurre al agravio, uno puede y debe defender sus principios, pero sin dejar de reconocer que el otro tiene derecho a pensar distinto.

Solo en casos muy excepcionales, cuando uno percibe que la disputa no tiene una raíz ideológica real sino que es pura provocación, puede retirarse con la frente en alto y sin mirar atrás.

El Maguid enseñaba: “Podemos tener una firme convicción de que nuestra causa es justa, pero también debemos reconocer que quienes piensan distinto a nosotros suelen estar movidos por un amor genuino al judaísmo y una creencia sincera en su camino. Puede que se equivoquen en las formas, que actúen con desesperación o incluso con métodos erróneos. Pero en el fondo, su intención es buena. Por eso, en vez de romper, hay que quedarse, buscar puntos de encuentro, y rezar con esperanza a que, con el paso del tiempo, la verdad se abra camino”.