La oscuridad envolvía las silenciosas calles de Karlin, en Rusia. Todos los judíos que vivían allí se habían encerrado dentro de sus casas porque el gobierno había decretado que ningún judío podía estar en las calles al anochecer. Este decreto fue muy difícil de cumplir para un jasid muy religioso, seguidor del rabino Aarón de Karlin. En una noche fría, este jasídico se encontró desbordado por un poderoso sentimiento: la necesidad de ver a su rebe y calentarse el alma observando el servicio de este hombre santo a Di-s. A pesar del peligro, una suerte de anhelo magnético lo sacó de su casa, y aferrado a su libro de Tehilim (el libro de los salmos) el jasid se apresuró a atravesar las calles de Karlin hacia la casa de su rebe.

De repente, un policía ruso se detuvo frente a él, bloqueándole el paso. Inmediatamente, el jasid fue esposado y, sin ceremonia alguna, arrojado en la prisión. “No era mi destino ver al rebe esta noche”, pensó el jasid, “pero mi preciado libro de Tehilim está conmigo”. Y comenzó a recitar los salmos con candor y entusiasmo, verso a verso, capítulo a capítulo.

Mientras sus plegarias ascendían, un par de manos salvajes le quitó el libro. Pero él permaneció ecuánime: “No me dejan ver a mi rebe y me quitaron mi libro de Tehilim”, se dijo, “pero no importa, ¡soy judío!”. Una oleada de alegría lo inundó, se puso de pie y comenzó a bailar. El guardia lo miraba con ojos incrédulos, y con histeria le dijo: “Sal de aquí inmediatamente, esta pequeña celda no tiene espacio para una persona desequilibrada como tú”.

Con el espíritu alegre, el jasid corrió hacia su rebe, quien lo recibió calurosamente: “Si uno siente alegría por ser judío, por ser parte de este pueblo, siempre puede ser rescatado”.