Cuando caía la noche en una posada que se encontraba junto a un camino, el justo reb Zusha de Anipoli se retiró a su cuarto. Pero en lugar de irse a dormir, comenzó con la rutina de estudio y de rezos que repetía cada tarde. Murmuraba, en voz baja y para sí mismo, lo que leía en sus libros, y pasaba horas conversando con la Divinidad y rezando por la seguridad y la tranquilidad del pueblo judío.

Afuera, el dueño de la posada cumplía con su propia rutina de limpiar la cocina, preparar todo para el desayuno del día siguiente y cerrar todas las puertas y ventanas. Mientras se dirigía, al cabo de un día agotador, al fin a su cama, lo detuvo el llanto desolador del reb Zusha:

“Oh, me siento terrible. He pecado. Mi Di-s, he pecado”.

¿Quién podría resistir semejante invitación a inmiscuirse en asuntos ajenos? El dueño de la posada se puso cómodo en el pasillo y se instaló para disfrutar de los detalles de la confesión de su huésped.

Sin embargo, para su absoluta sorpresa y creciente consternación, los “pecados” que comenzó a enumerar el reb Zusha comenzaban a sonarle más y más familiares. ¡Él mismo era culpable por cada uno de los actos que su huésped describía! El dueño de la posada podía sentir cómo su conciencia, enterrada hacía mucho tiempo, comenzaba a revolverse, y cómo una inusual sensación de remordimiento invadía su cuerpo.

Sin siquiera darse cuenta, comenzó también a llorar. Por primera vez en su vida, rogó de verdad por el perdón de Di-s y decidió cambiar para mejor. Sollozaba con fuerza cuando la puerta de la habitación del reb Zusha se abrió con lentitud, y el tzadik lo invitó a su cuarto.

“Amigo mío, parece que ambos hemos cometido pecados en el pasado y nos arrepentimos. Ven, hagamos juntos teshuvá...”.

¿Mentía aquel hombre justo?

Al reb Zusha se le había revelado la Divinidad, y usaba su conocimiento para llevar a la gente hacia la teshuvá. No necesitaba de esta farsa para probar su punto; bien habría podido revelar a la gente los detalles de sus transgresiones de forma directa, y decirles cómo reparar los daños. Pero es mucho más efectivo encaminar a alguien a través de la empatía que con enfado y recriminaciones, y el reb Zusha estaba dispuesto a parecer un pecador con el sólo objeto de ayudar a otro.

Cuando describimos, en la parte de la Torá de esta semana, la mitzvá de la confesión y los sacrificios que un pecador ofrece en el altar del Templo, hablamos de pecados reales, no de confesiones indirectas y autoincriminaciones imaginarias. Si el reb Zusha era claramente inocente de la letanía de pecados que describía, entonces ¿por qué se decía culpable? ¿Qué derecho tenía a mentir?

Cuando veo algo incorrecto, lo que veo es un espejo

Hay una conocida enseñanza del Baal Shem Tov que dice que cuando ves a alguien que peca o hace algo malo, es una señal divina de que de alguna manera tú eres culpable de un crimen similar. Se te ha mostrado el acto sólo para que reflexiones sobre tu propio comportamiento y te arrepientas.

No juzgues. Nunca critiques. Aunque tu reacción instintiva pueda ser mirar con desconfianza al infractor y condenarlo por sus fallas, Di-s en realidad te hace un favor al revelarte errores de tu propio carácter.

Es posible que no hayas cometido el mismo pecado. Tus pecados y tus batallas son únicas. Pero de alguna manera sutilmente relacionada, has luchado con una tentación similar, y también has fallado.

Cuando el reb Zusha “confesaba” abiertamente los pecados que él percibía en los demás, reconocía el hecho de que él también, en su propio nivel, era imperfecto. Tenía también fallas que superar e imperfecciones que corregir. Quizás no era culpable de la terrible conducta de la que sí lo era su anfitrión, pero incluso un hombre de su calibre y espiritualidad puede, y debe, esforzarse constantemente para mejorar.

Y es por eso que el reb Zusha acercaba con tanto éxito a la gente y a Di-s. La gente puede sentir la sinceridad cuando la tiene enfrente, y sabe cuando se trata de una farsa. El reb Zusha no lloraba lágrimas de cocodrilo por falsa devoción ni trataba de engañar al otro hombre para que se arrepintiera. En verdad se creía culpable, y en verdad había resuelto cambiar.

Cuando se nos confronta con el pecado, en lugar de mirar hacia otro lado, juzgar o hacer foco en la condena, debemos tener la suficiente fortaleza de carácter como para reconocer que también somos imperfectos y necesitamos cambiar. Y luego, una vez que hemos trabajado en nosotros mismos y decidido mejorar, tenemos la responsabilidad de comunicar con amor, de ayudar a otros a atravesar el mismo camino.