De todas las historias que se cuentan sobre el gran rabí Israel, el Maguid de Kozhnitz, esta es quizás una de las más extrañas y maravillosas.

Entre los tantos jasidim discípulos del rabí Israel, había un hombre ilustrado, un piadoso judío al que todos consideraban un individuo honrado. Como tantos otros en la Polonia de esos tiempos, estaba sumido en la pobreza.

Tenía, gracias a Di-s, muchas bocas que alimentar, pero no contaba con una fuente estable de ingresos.

“Rebe”, le dijo un día al rabí Israel, “por favor, dame un consejo. ¿Cómo puedo mantener a mi esposa y a mis hijos? No soporto verlos sufrir, con hambre y mal vestidos. ¿Hay algo que pueda hacer?”.

“Me parece”, le respondió el hombre sagrado, “que no tienes muchas posibilidades de ganar dinero. Sin embargo, hay un medio por el cual puedes recibir sustento, pero es una profesión que jamás considerarías”.

“Mi querido maestro”, respondió el hombre, “estoy tan desesperado por alimentar a mi familia que haré lo que sea. No hay profesión, por más baja que sea, que esté por debajo de mi dignidad”.

“Si insistes”, dijo el sabio de mala gana, “puedo decirte, pero no te va a gustar lo que oigas. Los cielos me han revelado que la única profesión en la que puedes tener éxito es el hurto. Si comienzas a robar, nada se interpondrá entre ti y el éxito”.

Triste, el jasid volvió a su casa: “¿Cómo podría yo robar?, pensó. “Eso va en contra de la voluntad de Di-s”.

Pasaba el tiempo y el jasid y su familia tenían cada vez más hambre. Una noche, comenzó a razonar para sí. “Di-s nos permite interrumpir el shabat para salvar una vida”, pensó. “¿Por qué habría alguna diferencia con el robo? Mi familia morirá de hambre pronto. Iré a ver si puedo robar algo. Siempre y cuando sea la voluntad de Di-s, conseguiré algunas monedas y luego las devolveré”.

Luego se dirigió hacia el mercado desierto. Caminó entre los puestos y las tiendas y probó todas las cerraduras. Al final, encontró una puerta abierta. Entró en silencio y con delicadeza, fue al fondo en puntas de pie y hurgó hasta encontrar la caja del dinero, que estaba abierta.

Con el corazón en la garganta, sacó una sola moneda y huyó a su casa tan rápido como sus piernas se lo permitieron. A la mañana siguiente, fue al panadero y compró pan para su esposa y sus hijos.

Esa misma mañana, el comerciante se encontró con que el viento movía su puerta abierta. Sospechaba lo peor cuando entró a su tienda, y se sorprendió al no encontrar disturbios entre sus mercancías. De hecho, hasta el dinero estaba en su correspondiente caja, salvo por la moneda que faltaba.

El rumor se esparció con rapidez, y la gente comenzó a comentar sobre el extraño ladrón que había robado sólo una moneda.

Luego de que el pobre hombre y su familia terminaran el pan, el hombre luchó para resistir la tentación de “tomar prestada” otra moneda. Pero ver a sus hijos hambrientos fue demasiado para él y se encontró a sí mismo de nuevo entre los puestos del desierto mercado. Volvió a encontrar una puerta abierta y pronto tuvo en la mano otra moneda.

Se convirtió en algo habitual. Cada ciertas semanas, volvía a faltar una moneda de alguno de los negocios, y nadie tenía la menor idea de quién podría ser el que estuviera detrás de la serie de pequeños robos.

Había guardias en todos los negocios de la ciudad. Pero el honesto ladrón se las arreglaba para escurrirse entre sus manos. Después de todo, el honrado rabí Israel le había asegurado que encontraría éxito en el hurto.

Una noche, el alcalde en persona decidió quedarse despierto hasta tarde para ver si era capaz de resolver el misterio.

Vestido como un ciudadano más, esperó entre las sombras, atento a cualquier señal de movimiento. Al final, vio una figura encorvada que salía con prisa de una tienda.

“¡Te atrapé!”, gritó, mientras lo sujetaba del cuello. “Pensaste que podías escapar, pero no te voy a soltar. Mañana te llevaré con el alcalde, y él se asegurará de que se encarguen de ti”.

“Por favor, ten piedad”, le rogó, desconsolado, el ladrón. “Soy sólo un hombre pobre que intenta tomar prestadas unas pocas monedas para alimentar a su familia hambrienta. Cualquier persona puede corroborar que nunca tomé un centavo más de lo que necesitaba. Si la ciudad se entera de que he sido yo, estoy arruinado. Esto ensuciará mi nombre y mi lugar en la comunidad para siempre. Créeme, Di-s es testigo de que mi plan es devolver cada centavo apenas pueda hacerlo”.

El ladrón rogaba y el alcalde encubierto terminó por ceder. “Te diré qué haremos”, le dijo. “Es evidente que eres un ladrón habilidoso. Hazme un favor y te dejaré ir. Tengo información confidencial de que el alcalde de esta ciudad acaba de recibir una enorme suma de dinero. La tiene en una caja bajo su cama. Hay una ventana pequeña que da a su habitación. Si te las arreglas para colarte en su cuarto y volver a salir con la caja del tesoro, podemos dividirnos el dinero en partes iguales, y te dejaré ir”.

“No puedo hacer eso”, protestó el jasid. “No soy un ladrón ni un criminal. Tomé sólo lo que necesitaba. ¿Cómo podría robarle a un hombre inocente lo que le pertenece por derecho?”.

“Es tu decisión”, respondió el alcalde. “O haces lo que digo, o te entrego a la mañana”.

Sin tener otra alternativa, el jasid fue hasta la casa del alcalde, pero volvió al rato con las manos vacías.

“Gracias a Di-s, no tomé nada”, le dijo a su captor. “Logré entrar a la habitación y estaba a punto de buscar la caja cuando oí voces. Los empleados de la casa del alcalde hablaban entre ellos y decían que tenían planeado ponerle veneno al té de su patrón la mañana siguiente para escaparse luego con el dinero. Tenemos que alertar al alcalde lo antes posible. Hasta puede que nos recompense”.

No bien escuchó las palabras del hombre, el alcalde dijo: “Ve a casa, yo le avisaré al alcalde. Pero dame tu sombrero para que pueda reconocerte”.

Entonces el alcalde regresó a su mansión. La mañana siguiente, apenas le sirvieron el té, se lo dio a uno de los perros, que comenzó de inmediato a mostrar signos de sufrimiento. El alcalde había atrapado a sus criados en un acto desleal.

Apenas se sosegó el drama del momento, el alcalde convocó a los líderes de la comunidad judía.

“¿Saben de quién es este sombrero?”, les preguntó. “Le pertenece a quien desde hace un tiempo roba en el mercado”.

“No puede ser”, respondieron. “Conocemos al dueño de ese sombrero. Es uno de los hombres más respetados de la comunidad, un amable estudiante de la primera orden, temeroso de Di-s”.

“No importa”, respondió el alcalde. “Llámenlo de inmediato”.

Cuando le trajeron al abatido hombre, el alcalde preguntó, sin crueldad: “¿Este es tu sombrero?”.

“Los líderes de la comunidad me han contado sobre ti, y es poco digno de ti robar monedas del mercado”, continuó el alcalde, a quien el hombre ahora reconocía de la noche anterior. “Es como si te hubieran mandado del cielo para salvarme de la traición de mis empleados, que intentaron acabar con mi vida y llevarse mi dinero. Lo justo es que conserves la mitad del tesoro como recompensa por tus acciones de la noche de ayer”.

El pobre hombre nunca había visto tanto dinero en toda su vida. Separó de inmediato una porción significativa para donar a caridad, y luego volvió a pagarles a todos los comerciantes a los que les había quitado monedas.

Luego dedicó el resto de su vida a la caridad, a los rezos, al estudio de la Torá y a otros fines nobles.