Había una vez un rico jasid que era conocido por su piedad y erudición. Lo llamaremos Reb Yaakov. Un día, muy angustiado, se paró frente al gran maestro jasídico Rabi Israel Baal Shem Tov al borde de las lágrimas:
—No lo puedo entender —se lamentó—, todo lo que hago falla. Yo solía tener un buen instinto para los negocios. ¡Ahora, es como si hubiera sido maldecido! ¿Alguien me maldijo?
El Baal Shem Tov no dijo nada. Reb Yaakov trató de esperar, pero el silencio era insoportable, entonces siguió:
Cada vez que hago una inversión, termina siendo un desastre. ¡Estoy perdiendo dinero a manos llenas! ¿Qué debo hacer?
El Baal Shem Tov lo miró y dijo tristemente:
Tu caja de tabaco.
—¿Mi caja de tabaco? —preguntó Reb Yaakov nervioso y buscó a tientas en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pequeña y finamente decorada caja de oro, que prosiguió a abrir.
El Baal Shem Tov no le prestó atención y continuó:
Aproximadamente hace un año atrás, tú estabas sentado en el shul (sinagoga) con algunos amigos y sacaste esta cajita para ofrecerles tabaco. ¿Lo recuerdas?
Yo... yo no... o sea... casi todos los días, algunos de nosotros nos sentamos juntos después de shajarit (plegarias matutinas) y la hacemos circular... titubeó Reb Yaakov.
¿Recuerdas aquel día en que sacaste la cajita y les ofreciste a todos que tomen un poco de tabaco y de pronto viste a un mendigo levantarse de su silla y dirigirse hacia ti para tomar un poco? Tú la cerraste y la devolviste rápidamente a tu bolsillo.
¿Ahora lo recuerdas? —preguntó Baal Shem Tov.
Reb Yaakov trató de no recordarlo, pero de repente la escena apareció allí en su memoria clara como el día. Él no quería que ese vago se acercara demasiado. Tenía un aspecto desagradable. Y no solo eso, sino que él estaba en medio de una conversación con sus amigos
y...
—Bien —concluyó el Baal Shem Tov— tal vez no significara nada para ti en aquel momento porque tu éxito y riqueza habían endurecido tu corazón, pero realmente humillaste a aquel hombre en lo más profundo de su ser. Así que fue decidido en el cielo que todas tus posesiones mundanas sean transferidas a él.
Reb Yaakov quedó atónito. No podía creer lo que había escuchado. ¿ Todo esto por una pizca de tabaco? Pero estaba sucediendo, ¡era verdad! Lo estaba perdiendo todo a un ritmo alarmante. Y ahora que lo recordaba, aquel mendigo parecía haber desaparecido en un instante. ¡Era una maldición!, pero él mismo fue quien se había maldecido.
Miró al Baal Shem Tov vacilante e imploró: —Hay alguna manera en que yo pueda...
—La única manera de recuperar tu riqueza —le respondió el Baal Shem Tov— es si el proceso se invierte. Si tú le pides una pizca de tabaco, y él te la niega, ahí él lo perderá todo y tú recuperarás tu riqueza.
Reb Yaakov volvió a su casa. Todo continuó del mismo modo en que habían pasado los últimos seis meses. En pocas semanas, él perdió todo, incluso, su casa y sus pertenencias, tal cual el Baal Shem Tov lo había prevenido.
Él también descubrió que el mendigo, al que llamaremos de Isaac, se había convertido en un rico comerciante rápidamente. Ahora estaba haciendo inversiones audaces por todos lados y se estaba asociando con algunos de los hombres más ricos del país.
Varias veces Reb Yaakov consideró acercarse a Isaac cuando salía de su casa por la mañana y pedirle una pizca de tabaco, pero se acobardaba y decidía esperar una mejor oportunidad. Algún momento en que el mendigo estuviera ocupado o distraído, y quizás,se la negaría.
Finalmente, la oportunidad llegó.
Una mañana, del tablón de anuncios de la sinagoga, colgaba una nota en la que se invitaba a todos en la ciudad a la boda de... la hija del señor Isaac. Sería en dos semanas, en la gran plaza central.
Dos semanas más tarde, Reb Yaakov estaba allí con un plan infalible.
La ceremonia de la boda estaba en marcha. La banda tocó solemnemente y luego se detuvo mientras la pareja estaba bajo el palio nupcial. El rabino terminó todas las bendiciones, el novio rompió la copa de cristal, y la banda irrumpió con una música alegre. Cientos de personas rodearon a la nueva pareja y a sus padres. Todos comenzaron a bailar y a saludar al novio y al padre de la novia con deseos de ¡Mazal Tov!
En ese preciso momento, Reb Yaakov corrió hacia el señor Isaac, lo palmeó en el hombro y le dijo:
—¡Por favor, dame un poco de tabaco!
El señor Isaac lo miró extrañado. Se volvió a la persona con quien había estado hablando (¡Ah!¡me está ignorando! —pensó Reb Yaakov), murmuró una disculpa, giró nuevamente con la cajita en la mano y se la ofreció al invitado que le hizo el extraño pedido.
Reb Yaakov se desmayó. Un doctor fue llamado rápidamente y lo trasladaron a un cuarto.
Unos minutos más tarde, apareció el señor Isaac.
—Él estará bien —dijo el doctor—, tal vez, hacía mucho calor o algo así.
—Pero ¿por qué está llorando? —preguntó el señor Isaac.
—Te diré por qué —dijo Reb Yaakov—. ¿Me recuerdas? Soy el hombre rico que te insultó al negarte una pizca de tabaco hace meses en el shul y, por eso, perdí toda mi riqueza, y tú la ganaste. Bien, ahora, cuando tú no reaccionaste de manera egoísta como yo lo había hecho en aquel entonces, perdí mi única oportunidad de recuperar mi riqueza — y continuó llorando.
Pero nuestra historia tiene un final feliz.
Cuando el Isaac escuchó toda la historia, tranquilizó a Reb Yaakov, lo invitó al banquete de la boda y le aseguró:
—Si el Baal Shem Tov dijo que tú eres la causa de mi repentina riqueza, pues lo mínimo que puedo hacer por ti es proveerte de un hogar y un trabajo por el resto de tu vida.
Únete a la charla