Hay diferentes tipos de silencio. Hay un silencio que deriva de la falta de palabras. Hay un silencio que proviene de la limitación de lo que no se debe decir. Y luego hay un silencio de conexión, de identificación. Y ese es un silencio que habla más fuerte que cualquier palabra. No se crea con sílabas y sonidos implícitos, sino con sentimientos palpables que se comunican a través de la presencia. El consuelo que podemos ofrecer a través de este tipo de silencio empático trasciende la palabra expresada, ya que sale directamente del corazón.
Yehuda Avner fue un diplomático israelí que a los diecisiete años luchó en la Guerra de la Independencia de Israel. Durante el asedio a Jerusalem, Avner perdió a dos de sus amigos, entre ellos una chica llamada Esther, hermana de la que más tarde sería su esposa. En una audiencia privada, Avner relató esta parte de la historia de su vida al Rebe. Así describe Avner la respuesta del Rebe:
Siempre me pareció que las respuestas del Rebe no necesariamente eran con palabras. Había una mirada; podía ser una mirada hipnótica. Cualquiera que haya conocido al Rebe de Lubavitch siempre recordará esos ojos. Y también había... una cierta aprobación... En esa ocasión no respondió con palabras, pero... hubo una vibración de comprensión y compasión cuando le conté sobre la muerte de la hermana de mi esposa1 .
Un relato similar fue compartido por una mujer de nombre Marguerite Kozenn-Chajes, que había sido una exitosa cantante de ópera en Viena a finales de la década de 1930 y actuó ante Hitler, sea su nombre borrado, en el Salzburger Festspiele en agosto de 1939. La noche de su actuación en el festival, Marguerite fue sacada furtivamente de Austria por sus amigos y consiguió embarcarse en el último barco hacia los Estados Unidos antes del estallido de la guerra, pocos días después. Más tarde se instaló con su familia en Detroit, donde fundó, y fue la Presidente, de la Sociedad Pro Mozart del Gran Detroit.
Años más tarde, la hija de Marguerite se casó con un médico que, en 1959, fue homenajeado en la cena de una institución de Jabad. A consecuencia de dicho evento Marguerite tuvo una audiencia con el Rebe.
“Entré en la habitación del Rebe”, relató Marguerite, “no puedo explicar por qué, pero de repente, por primera vez desde el Holocausto, sentí que podía llorar. Yo, como tantos otros sobrevivientes que habían perdido familias enteras, nunca había llorado. Sabíamos que si nos poníamos a llorar, jamás podríamos parar, y que para sobrevivir debíamos privarnos de expresar nuestras emociones. Pero en ese momento (ante el Rebe), fue como si el dique que obstruía mi cascada interior de lágrimas hubiera desaparecido. Comencé a sollozar como un bebé. Compartí con el Rebe toda mi historia: Mi inocente infancia, cómo me convertí en una estrella en Viena, cómo actué frente a Hitler, cómo escapé hacia los Estados Unidos y cómo me enteré de la muerte de mis parientes más cercanos.
“El Rebe escuchó. Pero no sólo escuchó con sus oídos. Escuchó con sus ojos, con su corazón, con su alma… y lo asimilaba todo. Yo compartí con él todas mis experiencias y él lo absorbió todo. Esa noche sentí que me habían dado un segundo padre. Sentí que el Rebe me adoptó como su hija”2 .
Cuando nos relacionamos con personas que han experimentado alguna pérdida, nuestra respuesta natural suele ser tratar de aliviar su dolor. Pero, de hecho, la mejor manera de hacerlo es estar presente de una manera que permita a los dolientes expresar su dolor.
Mi tío, que perdió trágicamente a un hijo pequeño, escribió más tarde que muchas personas que acudían a visitarlo en su duelo durante la shivá intentaban desviar su atención de su dolor. Pero él no quería que lo desviaran. Quería hablar de su querido hijo y compartir su pérdida con sus visitantes. Quería sentir que también ellos echaban de menos a su hijo. “Sólo una compañía así puede aminorar la pena”, escribió. “Pero si la gente habla de otras cosas, por muy buenas que sean sus intenciones, el dolor sigue siendo tan profundo como antes de la visita de ellos”3 .
Al ser abiertos con nuestras propias emociones, al derramar libremente lágrimas junto al doliente, ayudamos a los afligidos a expresar su dolor para que puedan lidiar con el mismo y, con el tiempo, superarlo.
Existen numerosos relatos de sobrevivientes del Holocausto que acudieron al Rebe en busca de consejo y consuelo. Para su sorpresa, en lugar de tratar de racionalizar el pasado o reforzarlos con un mensaje alentador, el Rebe les preguntaba amablemente sobre sus familias. Cuántos seres queridos perdieron, cómo se llamaban y cómo eran...
Los sobrevivientes inevitablemente rompían en llanto, al igual que el Rebe.
De hecho, aunque el Rebe generalmente mostraba poca emoción en público, cuando se trataba de una tragedia humana, a menudo lloraba abierta y profusamente (aun) en medio de un discurso ante miles de sus jasidim (fieles). No trataba de reprimir su propio dolor, proporcionando así una poderosa lección sobre cómo responder a los acontecimientos dolorosos en nuestras vidas personales y en nuestras comunidades.
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