Yo había crecido en Brooklyn, es por eso que había oído hablar en muchas ocasiones de crímenes, sin embargo, ¿tenía yo alguna idea de lo que era una rueda de identificación?
A los catorce años, entré a la comisaría para averiguar qué era eso. Obviamente, no por elección, sino porque yo era la testigo ideal para identificar a dos sospechosos de atracos, ya que yo era una de sus víctimas.
Un oficial de policía me explicó el procedimiento y me describió la manera en que iba a ver al sospechoso: él se pararía junto con otras personas parecidas en altura, complexión y aspecto físico. Yo debía pararme detrás de un espejo unidireccional y estudiarlos a todos hasta identificar al atacante. Además, me iban a dar un micrófono para que tuviera la opción de llamar a uno de ellos por su número y pedirle que se diera vuelta para así poder verle el perfil. Después de esto, iba a tener que firmar un documento que tendría validez en la corte. ¡Qué tremendo!
Al advertir mi aprensión, un policía que pasaba cerca de mí me dio, en voz baja, algunos consejos: “Date el tiempo necesario para identificar al sospechoso en forma fehaciente. Si al momento de cometer el delito, tu atacante llevaba puesta una gorra y una remera grande, entonces, es probable que pienses que la primera persona que veas usando una gorra y una remera grande, sea él. Tu cerebro actúa por asociaciones automáticas e instintos iniciales sobre los que no tienes ningún control, pero de los que no debes fiarte. Puedes decir, por ejemplo, ‘El número uno me resulta familiar’, pero permitirte la posibilidad de reflexionar unos minutos y, tal vez, de cambiar de opinión a ‘En realidad, estoy segura de que es el número cinco’”.
En ese momento, me llevaron por un estrecho corredor hasta que llegué al espejo unidireccional y empecé el procedimiento. Yo necesitaba un banquito para poder ver bien y no entendía cómo habían logrado encontrar personas que estuvieran deseosas de participar en este método de hacer cumplir la ley.
Mis ojos se posaron en el segundo tipo y, de inmediato, me surgió en la cabeza la idea de que era él. Incluso, imaginé que podía detectar la culpa y el temor en sus ojos. Sin embargo, me abstuve de dar un veredicto y dije con voz temblorosa: “El número dos me resulta familiar”.
Hice una pausa y volví a mirar. Como una cámara de fotos que empieza a enfocar de cerca, empecé a ver rasgos y detalles que hacía un momento no había llegado a advertir. Finalmente, descarté a los demás y me quedé con dos personas. Entonces, le pedí al número cuatro que se pusiera de perfil hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Cada vez estaba más segura de que era él.
Ahora, estaba segura de que mi respuesta inicial era errónea. Tras hacer una pausa de unos 60 segundos, esta vez dije con voz confiada: “El número cuatro fue el que perpetró el crimen”.
Me pregunto cómo sería mi vida si aplicara este consejo a cada cosa que me pasa. Me imagino qué pasaría si hiciera una pausa durante un segundo tras mi reacción inicial ante determinado evento a fin de cerciorarme de que de mi decisión no se basa en alguna asociación de ideas o en alguna historia previa. Darme a mí misma la oportunidad de hacer una elección mejor.
Digamos que yo me enfrentaba a una tarea que siempre trataba de evitar. Mi reacción inicial ante tal tarea era escaparme. “¡Buenas noches, mundo! ¡Me voy a dormir!” o “¡No sé cómo manejar esto!”. Ahora sé que soy libre de cuestionar mi reacción inicial. Pausa. Ciertamente soy capaz de fragmentar esta tarea y lograrla, por lo menos, en parte.
Yo era alguien a quien ciertas personas podían provocarle una fuerte reacción. No soporto cuando X me interrumpe; Y siempre se olvida de mí; Z siempre llega tarde. Mi reacción inicial a veces es reincidir en las viejas pautas de comportamiento, como por ejemplo gritar, guardar rencor o lanzar una diatriba contra ellos. Hasta puedo expresar mi reacción inicial, pero eso no significa que tenga que aferrarme obstinadamente a ella. Pausa. Siempre tengo la opción de echarme atrás.
En Psicología, estos primeros pensamientos instintivos se denominan “Pensamientos Negativos Automáticos (PNA)”. El Alter Rebe, en su libro Tania, se refiere a ellos definiéndolos como pensamientos que surgen por sí mismos.
En el capítulo 12 de Tania, el Alter Rebe introduce el concepto de que cada ser humano tiene pensamientos que surgen en forma automática, basándose en el temperamento de la persona o a hábitos y modelos de pensamiento que tenía en el pasado. Él explica que estos pensamientos pueden ser erróneos o engañosos, pero no descalifican a la persona, no la catalogan como una persona malvada, porque son algo natural. De nosotros depende que nos tomemos esa pausa tan crucial a fin de decidir si es conveniente hacer hincapié en ese pensamiento o es conveniente elegir de forma consciente pensar en otra cosa.
Por ejemplo, si alguien te causó daño, es probable que tengas pensamientos de enojo o pensamientos de represalia. Estos pensamientos surgen por sí solos, se originan en el corazón y llegan hasta el cerebro. Uno puede elegir: actuar basándose en la reacción inicial o reflexionar durante unos cuantos minutos y, luego, analizar cuál es la forma más apropiada de reaccionar.
Ese día, en la comisaría, aprendí algo muy importante. Con facilidad podría haber cometido el error de pronunciar mi veredicto respecto al número dos, porque en verdad se parecía en aspecto al número cuatro. Pero cuando se trata de decidir qué persona es la culpable, vale la pena que la reacción inicial dé paso a una segunda opinión. Vale la pena hacer una pausa y escuchar a escondidas aquellas verdades que surgen desde adentro de uno mismo.
Resulta que, tras cuidadosas deliberaciones, di con la persona correcta. Todas las personas que habían sido asaltadas apuntaron directamente al mismo blanco.
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