No podía lograr salir de la cama para la lectura de la meguilá el último Purim. La salida de la noche anterior había consumido toda mi energía. No podía soportar el escrutinio en los ojos entrometidos de los demás. Estaba segura de que todos podrían leer las emociones en mi rostro. No quería seguir viviendo. Y no quería que nadie lo supiera.
Sólo dos años antes, yo estaba siempre sonriente en el colegio secundario donde enseñaba inglés. Cuando me burlaba sin piedad de mis alumnos de cuarto año, ellos gruñían. Finalmente había encontrado una carrera que me desafiaba. Me imaginaba jubilada, en veinte años, llena de anécdotas bajo la manga. Ya era un éxito en todas las mesas de shabat, donde mis vívidas anécdotas sobre la clase deleitaban tanto a anfitriones como a huéspedes.
Mis estudiantes me respetaban porque era una sobreviviente. Mi pasado era un libro abierto. Había sobrevivido a una infancia llena de violencia, impartida por la mano de mi madre. Huí de mi casa a los diecisiete. Gané una beca para la universidad a los dieciocho. A los diecinueve estaba trabajando en una revista para adolescentes. Secuestré a mi hermana a los veintiuno. Peleé con mi madre por su custodia durante tres años. A los veinticinco, estaba segura de que no había nada que no pudiera superar. Les decía a mis estudiantes que yo era la prueba viviente de que podían soportar lo que fuera.
Y fue entonces que me descubrieron una enfermedad crónica que me debilitaba. Mientras mis hermanas, mi novio, mis amigos y mis alumnos Se organizaban para ayudarme a lidiar con la enfermedad física, mi mente se sentía atrapada por algo aun más complicado. Al darme cuenta de que viviría el resto de mis días discapacitada, dependiente de mi familia, de mis amigos e incluso de desconocidos, me empecé a preguntar si valía la pena vivir. La independencia que me había ayudado a sobrevivir se estaba rompiendo por el oscuro peso que crecía y me hacía presión en el pecho a medida que me volvía cada vez más dependiente.
Me diagnosticaron un grave desorden depresivo. Y al instante, comenzaron a azotarme recuerdos de la infancia. Recordé a mi madre encerrada en su cuarto, llorando. Recordé días en los que estaba demasiado cansada como para salir de su cama para comer. Recordé el olor del sudor que emanaba de las mantas sucias que usaba para protegerse del mundo cuando se escondía en la cama. Con todas sus hijas alrededor, nos dijo que quería morir. Exclamó que no había razón para seguir viviendo. Mi peor pesadilla se había vuelto realidad: me estaba convirtiendo en mi madre.
A los veintiséis, agonizaba el día de mi boda. Como la enfermedad física me había hecho adelgazar mucho, lloraba cada vez que un invitado se acercaba a abrazarme. Una amiga, en estado de shock y muy avergonzada, se fue corriendo de mi mesa cuando rompí en llanto al verla acercarse. Aunque me estaba casando con mi bashert, mi alma gemela, que había permanecido conmigo mientras mi salud se deterioraba, no podía evitar la tristeza.
Una guerra silenciosa se libraba en mi cabeza. Vamos, ¡nadie te está azotando con cables de teléfono! ¿Hola? ¡Nadie te está persiguiendo! ¡No te morirás de hambre! ¿Y qué tiene si sientes que tu piel arde? ¿Qué tiene? ¡Si fueras una superheroína, serías como ese que en Los cuatro fantásticos se enciende en una llama! Tienes el marido perfecto. ¡ARRIBA EL ÁNIMO!
Cortaba el teléfono cada vez que mis amigos llamaban. Cuando no llamaba al instante, mis amigos me mandaban mails simpáticos para ver cómo estaba y subirme el ánimo. Me ofrecían una reserva ilimitada de abrazos, amor y comidas gratis. Aun así, lloraba hasta dormirme. No tenía ganas de hablar con nadie que no fuera mi terapeuta. Y hablar con ella no era de ayuda. Cuando hablaba con mis seres queridos, les susurraba ideas suicidas.
Y, de repente y sin aviso, una familiar de un amigo se suicidó.
Todos en nuestra comunidad estaban desolados, pero yo permanecí insensible. Esa misma semana había leído que la depresión es una enfermedad que puede terminar en la muerte. Me dije con frialdad que estaba en su derecho de morir. Que a veces la vida era demasiado difícil de ser vivida. Cuando me enteré de que la víctima también sufría de una enfermedad física, me dije a mí misma que sólo yo sabía lo que se sentía.
Mi marido no me miró a los ojos cuando una pareja amiga nos convenció de acompañarlos a visitar a la familia en duelo. Cuando llegamos a la casa, mi amiga, Devora*, se separó del resto de la familia para llevar a las mujeres a un dormitorio. Asumí que abandonábamos la habitación para que ella pudiera alimentar a su hija recién nacida.
“Así serían las cosas si te suicidaras”, dijo Devora, rompiendo el silencio cuando Hinda* y yo nos sentamos en su cama. Señaló la puerta, detrás de la que se podía escuchar un llanto. “Todos se sienten culpables. Todos creen que podrías haber hecho algo diferente. Todos van a tener miedo, para siempre. Matarás a tu marido. Matarás a tus hermanas. Nos matarás a nosotras. Nadie volverá a ser el mismo. Porque tú te suicidaste. Y no sería lo mismo sin ti”.
Asentí, cerré los ojos y me desmoroné sobre la falda de Devora. Mientras me sostenía, de lo profundo de mi garganta se escapaban fuertes sollozos. Toda la indiferencia que emanaba mi cuerpo se vio reemplazada por un horror envuelto en dolor.
Al día siguiente, hice una cita con un psiquiatra.
Le conté al psiquiatra que estaba en su consultorio porque fantaseaba con suicidarme. Nerviosa, le conté que mis amigos y familia estaban bastante enojados conmigo. Le aseguré que no tenía un plan. No tenía un plan para morir... Aunque tampoco tenía uno para vivir. Eso era parte del problema.
Me escuchó con paciencia mientras le contaba una versión corta de la historia de mi vida. Pero cuando le conté que me había convertido al judaísmo, me miró a los ojos y sonrió.
“No te puedes suicidar”, dijo, mirándome por encima de sus anteojos, con una seguridad impresionante.
“¡¿Por qué no?!”, le respondí enojada.
“Bueno, para empezar, eso no es propio de los judíos”, dijo mientras meneaba su cabeza y hacía garabatos en su anotador.
Había jugado la carta del judaísmo conmigo. Era algo muy bajo. Pero entonces la bruma se disipó.
En el catolicismo en el que nací, me fue dicho que los suicidas iban directo al infierno. Y aunque el judaísmo no parecía ofrecer esos pasajes exclusivos al cielo ni al infierno, podía ver que mi psiquiatra estaba en lo cierto. No era propio de un judío suicidarse.
Si me suicidara, me estaría metiendo con la voluntad de Di-s. De hacerlo, dejaría de ser judía, habría anulado mi habilidad de ver el trabajo de Di-s, de luchar para encontrarle sentido a la bondad y de creer que la maldad está más allá de mi compresión humana. Alabado seas, Hashem, Rey del Universo, el verdadero Juez.
Agendamos otra cita para hacer un seguimiento. Y empecé a tomar antidepresivos que llamaba “píldoras de la felicidad”. El enojo me estimulaba. No había forma de que me volviera “loca” y empezara a romper mandamientos. Por primera vez en mucho tiempo le agradecí a Di-s. Recé por todos los “ángeles” de mi vida. Por mi marido, mis hermanas, mis amigos, mi excéntrico psiquiatra judío... Las pequeñas notas que Di-s usaba para recordarme que el Gran Oído siempre escucha.
Una cosa que tienen en común las comunidades hispanas y judías en las que he vivido, y también, supongo, todas las comunidades, es que los enfermos mentales o aquellos que están un poco más tristes de lo habitual llevan un gran estigma. La gente no sabe cómo reaccionar, en especial aquellos que nunca han estado deprimidos o quienes han visto a un familiar o a un amigo atravesar una enfermedad mental. Me parece comprensible.
Mi mayor miedo cuando era niña era volverme “loca” como mi madre. Pensaba que las enfermedades mentales eran un signo de debilidad. La depresión, vista desde afuera, parecía un gran aplazo en la libreta de la vida. Significaba que una persona ya no podía manejar más su propia vida.
Pero las enfermedades mentales son un arma de doble filo. A veces son un grito de ayuda tanto como una prueba a nuestra humanidad colectiva. Como las enfermedades físicas, son un gran recordatorio de que nos pusieron en esta tierra para ayudarnos los unos a los otros. Las enfermedades no son amables. No les importa lo que una persona puede soportar. Pero juntos, como grupo, como familia, como amigos o conocidos, somos más fuertes que una sola persona. Somos una fuerza con la que hay que saber lidiar.
Hoy puedo ver cómo el sufrimiento me generó empatía con gente a la que de otro modo no habría podido comprender jamás. Las personas se sienten cómodas al compartir su dolor conmigo porque saben que yo también he luchado. Entonces dejé de sufrir en silencio y empecé a compartir mis experiencias. Espero que quienes están a nuestro alrededor también se den cuenta de que pueden dejar de sufrir solos.
*Algunos nombres y datos han sido modificados.
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